lunes, 27 de diciembre de 2010

La borrachera y el USS Indianápolis

El 30 de Julio de 1945, a falta de dos meses para el fin de la Seguda Guerra Mundial, el buque de guerra estadounidense USS Indianápolis navegaba hacia la isla de Guam  con casi 1.200 tripulantes. Se desconocía que navegaba por la zona, pues acababa de finalizar una misión secreta: transportar la bomba atómica que destruiría Hiroshima hasta el atolón de Tinian, base de operaciones americana. A la vuelta fue interceptado por un submarino japonés, mandando con dos torpedos al crucero americano a los abismos del Pacífico. El Indianápolis se hundió en apenas doce minutos, ahogándose 300 hombres en el acto. Es entonces cuando comenzó una de las historias más estremecedoras que  conozco. Sería medianoche cuando el barco se hundió. Los supervivientes lograron mantenerse a flote gracias a los salvavidas y los restos del naufragio, pero pronto comenzaron a acercarse  tiburones, cobrándose las primeras víctimas. La sangre y el ruido de casi mil personas a flote atrajeron a más tiburones, lo que se tradujo en un escenario dantesco, donde los más afortunados asistían a una pesadilla díficil de soportar para cualquier ser humano, ver como los de tu alrededor son devorados uno a uno por los tiburones sin saber si el siguiente puedes ser tu. Sin embargo, no fue hasta tres días después cuando un avión que sobrevolaba la zona descubrió a los supervivientes y pudo dar el aviso para rescatarlos. Sólo sobrevivieron unos 300 hombres. De los fallecidos, 400 fueron pasto de los tiburones.

Esta es la terrible historia que cuenta Robert Shaw en Tiburón (1975) en una de mis escenas favoritas de la película. Tal y como la cuenta hace que se nos quede la misma cara de panoli que a Roy Scheider y Richard Dreyfuss. Mientras nos divertimos con la borrachera que se marcan los tres, tan verosímil que apostaría a que un par de copitas cayeron, y acompañada de un pique de "a ver quien tiene la cicatriz más grande", Shaw nos mete el miedo en el cuerpo poniéndose serio y cuenta esta trágica historia que su personaje, Quint, sufrió en sus propias carnes. Al menos, al final de la escena se nos pasa el susto gracias a que se ponen a cantar Linda dama española y rompen un poquito el hielo.

La escena no la he conseguido en castellano ni doblada pero hay cosas que se entienden, Shaw acojona incluso a los que no sabemos mucho inglés. De todas formas, se puede ver en castellano en cualquier enlace de megavideo (1h25m).

Quint´s U.S.S. Indianapolis Speech - Jaws
                  

lunes, 20 de diciembre de 2010

Raoul Walsh

Con aires casi aristocráticos y elegante porte, Walsh derrochaba estilo con la clase que le conferían sus accesorios: bastón, pañuelo en el pecho, bigotillo y, sobre todo, un parche negro en el ojo, que delataba la importancia que le daba  a una más que cuidada imagen, pues no era tuerto, siendo uno de los míticos directores que llevaban parche sin serlo, como André de Toth (el único que sí lo era), John Ford o Fritz Lang, al que también le dio por ponerse monóculo. 
Desde que se puso manos a la obra con el cine mudo, Walsh  mostró su inigualable calidad tras las cámaras, primero siendo habitual colaborador en las películas de D.W. Griffith, y años más tardes tomando personalmente el mando en obras como El ladrón de Bagdad (1924), una adaptación personal de los relatos de Las mil y una noches y Los amantes de Carmen (1927), con Victor McLaglen haciendo de torero. Estas películas fueron tan sólo un anticipo de lo que después vendría con la llegada del cine sonoro, dándose a conocer como un director de género, pero del género que le diera la gana, ya fuera western, bélico, drama, cine negro... cualquiera de estos campos dominaba con inusitada soltura, sacándose de la chistera verdaderas obras maestras y haciendo olvidar  de un plumazo el adjetivo de artesano, utilizado tan a menudo para menospreciar a algunos directores. 
En cuanto al cine de aventuras, realizó dos películas ambientadas en el mar protagonizadas por Gregory Peck, El hidalgo de los mares (1951) y El mundo en sus manos (1952), esta última con un humor un tanto ingenuo y simple que se hace hasta incómodo, pero buena película al fin y al cabo, y con un Anthony Quinn maravilloso haciendo de El Portugués. 
Con Errol Flynn, uno de sus actores fetiche,  hizo un buen puñado de películas y ninguna mala. Desde la biografía del boxeador James J. Corbett en Gentleman Jim (1942) hasta Objetivo: Birmania (1945), en la que acorralaba a Flynn en una jungla atestada de japoneses, pasando por otro film bélico como Jornada Desesperada (1942) y, para mi gusto, la mejor película de ambos: Murieron con las botas puestas (1941), en la que se realiza un tratamiento romántico de la figura del general Custer, un héroe para algunos y un loco asesino para otros. 
También supo moverse con excelencia en el cine negro, retratando la imagen de los más ambiciosos gángsters durante la época de La Ley Seca, como el interpretado por James Cagney en Los violentos años veinte (1939) y, retomando la misma senda diez años después en Al rojo vivo, de nuevo con un Cagney, si cabe, más visceral y agresivo.  
Imagino que alguna película mala tendrá dentro una filmografía de más de cien películas, sin embargo, he tenido la buena suerte de no tropezarme con ninguna. No estaría muy sano si me las hubiera visto todas, pero de las siete u ocho que sí vi, puedo decir que la peor que he visto era entretenida y, si algún día me encuentro con algún pestiño con su firma, dudo mucho que desluzca una filmografía al alcance de pocos.  

lunes, 13 de diciembre de 2010

El Cine Nazi

El triunfo de la voluntad (1934)
Desde 1933, año del ascenso al poder de los nazis en Alemania, hasta su caída en 1945, Hitler y su Ministerio de Propaganda e Información levantaron una portentosa industria cinematográfica para glorificar al Tercer Reich y demonizar la imagen del enemigo. Para tal fin, no escatimaron ni lo más mínimo en medios económicos y logísticos, poniendo en marcha una maquinaria propagandística a la altura del precedente soviético, ambas con un fin último: formar y manipular a las masas.
A diferencia del cine de la Unión Soviética, el cine nacionalsocialista apenas aportó innovaciones cinematográficas, pero sí supo aprovechar las técnicas conocidas y, como hemos dicho, gastar cada marco que fuera necesario. De esta manera, los nazis tomaron el control de la UFA, la productora más potente de Alemania y una de las más importantes del mundo durante los años dorados del cine mudo. Así comenzó un cine estrechamente ligado a la política, rodándose films como El judío Suss (1940, Veit Harlan), un claro ejemplo de alegato antisemita en el que se mostraba a las claras el porqué de la superioridad aria y la maldad judía, o Quex, joven de Hitler (1933, Hans Steinhoff), siendo esta vez el comunismo el objetivo de la agresividad nazi.
Sin embargo, fue la obra de la directora Leni Riefenstahl la de mayor importancia y la que mejor sirvió a los intereses de Hitler. En concreto, la película El triunfo de la voluntad (1935) constituye un derroche de parafernalia nazi descomunal, que toma como punto de partida el Congreso del Partido de 1934 para servir de vehículo propagandístico del nazismo y de Hitler. Éste, se presenta como un dios surgido de los cielos, aterrizando en Nuremberg para salvar al pueblo alemán y llevarlo hacia la gloria. Así, se sucederán los discursos a favor de las bondades del régimen y del führer, mujeres, hombres y niños sonrientes aparecerán cooperando, trabajando rebosantes de felicidad, todos unidos para servir a la gran nación alemana y aclamando cada palabra del nuevo mesías.
A lo largo de su vida (vivió 101 años y murió en 2003) Riefenstahl siempre se defendió de las acusaciones, negando su filiación al partido nazi y afirmando que lo que ella hacía era cine histórico. No obstante, es innegable que se trata de clara apología al nazismo, pues fue creado para tal fin y cautivar a las masas ofreciéndoles un producto espectacular con el que fuera fácil impresionarles. Sin embargo, como documento histórico para conocer el aparato propagandístico nazi no tiene precio, es magnífico.
El triunfo de la voluntad se convirtió en la película más reconocida de un cine, el nazi, que constituyó el  paradigma de arte al servicio del poder, del que no sólo beben, ni han bebido, los totalitarismos, pues también Hollywood fue utilizado para difundir o legitimar la política del gobierno estadounidense, y si no, repasemos las películas de acción de la era Reagan.
Os dejo un breve pero interesante extracto de la película.
                   

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Doce Hombres sin Piedad

En una calurosa tarde de verano, un jurado delibera sobre la inocencia o culpabilidad de un chico acusado de parricidio, sobre el que caerá todo el peso de la ley si así lo deciden por unanimidad sus doce miembros.  Aparentemente, el caso está muy claro. El chico es culpable y todo el jurado está de acuerdo. ¿Todos? No. El jurado nº 8 tiene una duda razonable e intentará convencer con argumentos porqué no deben mandar a la silla eléctrica al acusado. Sobre estos sencillos pero fuertes pilares, se sustenta toda la estructura de Doce hombres sin piedad (1957), una película con evidentes orígenes teatrales que Sidney Lumet adaptó del guión de Reginald Rose, rodándola en tan sólo veinte días, gracias al ofrecimiento del productor y actor protagonista de la misma, Henry Fonda.
La película comienza con un magistral plano secuencia de unos tres minutos en el que Lumet presenta a los doce personajes, mostrándonos un breve esbozo de su personalidad, y así darnos una idea de cual será el comportamiento de cada uno de los miembros a lo largo de la deliberación. Entre ellos hay dos que llevan la voz cantante y, en función de lo convincente de su discurso, arrastrarán la opinión del resto a un lado o a otro. Estos son, como ya he dicho, el jurado nº 8, Henry Fonda, quien planteará su indecisión y sorpresa ante el convencimiento de sus colegas, y Lee J. Cobb, el jurado nº 3, un hombre amargado que carga un profundo resentimiento por su propia experiencia como padre de un hijo rebelde. Entre el resto de miembros, también resultan interesantes el astuto y anciano jurado nº 9, John Sweeney, y el impresentable jurado nº 7, Jack Warden,  deseoso de terminar cuanto antes para ver un partido de béisbol. 
La admiración por esta película quedó constatada en varias versiones posteriores, en las que se han visto involucrada gente de la talla de Jack Lemmon, Edward J. Olmos o James Gandolfini para la versión televisiva de William Friedkin de 1997, o la versión de Televisión Española de 1973, con míticos de nuestro cine como Manuel Alexandre, José Bódalo, Rafael Alonso o Sancho Gracia.
Gran parte del mérito de Doce hombres sin piedad es que la práctica totalidad del metraje transcurre en la sala donde el jurado discute la sentencia y sin que por ello pierda un ápice de ritmo, más bien al contrario. El excelente guión de Reginald Rose es el mejor exponente de cómo se puede hacer una obra maestra sin artificios ni grandes recursos, tan sólo con una historia sin fisuras y un buen puñado de excelentes actores, cosa que, por otro lado, resulta difícil ver hoy en día. Toda una lección de cine del maestro Lumet.

jueves, 2 de diciembre de 2010

John Boorman

De izq. a dcha., Marvin, Boorman y Mifune.
El director británico John Boorman, realizó su particular debut con la película policiaca A Quemarropa (1967), un thriller protagonizado por   Lee Marvin, un tipo duro bien curtidito en estas lides, en el que se entremezclan acción, erotismo y violencia, características que, por otra parte, se darían con frecuencia a lo largo de su filmografía. 
Su segunda colaboración con Marvin, Infierno en el pacífico (1968), sirvió para enfrentar, en un excelente duelo interpretativo, a éste con Toshiro Mifune, dos soldados, uno norteamericano y otro japonés que, tras un combate naval durante la Segunda Guerra Mundial, naufragan en una isla desierta, obligándoles a una dura y violenta convivencia entre enemigos irreconciliables.
Con Deliverance (1972) firmó su cuarto trabajo, una cruda fábula ecologista en la que exponía a un sorprendente Burt Reynolds y a un jovencito "padrísimo" de la Jolie, Jon Voight, a los peligros más salvajes de la  naturaleza, haciéndoles añorar las comodidades de la civilización.
En 1981 estrenó su versión sobre las leyendas artúricas, Excalibur, para sus seguidores la película más fiel y de mayor calidad sobre la Materia de Bretaña hecha hasta la fecha, sin embargo, pienso que ha envejecido mal, con una estética ochentera a la que no ayuda una fotografía algo neblinosa, un vestuario repleto de armaduras relucientes y algunos personajes poco acertados, como Merlín, más cercano a Tino Casal que a la figura típica de un druida celta del siglo VI.
Unos años más tarde, volvió a sorprender con El General (1998), que narra la historia de Martin Cahill, un mafioso irlandés bien interpretado por Brendan Gleeson, quién se enriqueció y se estuvo riendo del gobierno y del IRA durante la década de los ochenta.
A día de hoy, son dieciséis las películas firmadas bajo su nombre, un director que destaca por sacar partido de ideas aparentemente simples, películas en las que una mera sinopsis quizás no nos diga nada,  pero que acaban convirtiéndose en productos de buena factura con un sello muy personal, aderezados, a veces, con ciertas dosis de violencia y que, a pesar de algún que otro traspiés, intentará sacar a relucir su talento en su próximo proyecto, la adaptación de la novela de Marguerite Yourcenar Memorias de Adriano.

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