lunes, 18 de marzo de 2013

The Wire en diez caras: Stringer Bell


 



"Was it the rep? Was it so our names could ring out on some fucking ghetto streetcorner, man? Naw, man. There's games beyond the fucking game."

- Russell Stringer Bell -








Stringer Bell se sienta detrás del escritorio en penumbra de la habitación trasera de un bar de striptease. Repasa con detalle las cuentas mientras reflexiona sobre la elasticidad de su producto en el mercado callejero de Baltimore. Es un tipo frío y analítico, sosegado en las formas y tremendamente seguro de sí mismo. Su presencia intimida sin necesidad de un arma porque el respeto dentro y fuera de la organización criminal a la que pertenece se lo da un nombre forjado a sangre y fuego en las calles del distrito Oeste.

Este hombre de unos 30 años es una rara avis de los guetos de una ciudad americana con un índice de 300 asesinatos anuales. Esa jungla de asfalto en la que ha crecido, producto de la mezquindad de un sistema que condena a las capas inferiores de la sociedad a dar vueltas dentro de una rueda que nunca para, es un campo de batalla que juega con las mismas reglas que el sistema económico global, pero sin las restricciones de la ley. El Capitalismo de los bajos fondos es el más agresivo de todos, es el sistema en bruto. El mundo de Stringer Bell (Idris Elba) es la cara oculta de una sociedad profundamente corrompida en todos los estamentos que la forman.

Maury Levy (izqda), Stringer Bell (centro) y Avon Barksdale (dcha)
Pero la ambición de este personaje y la arrogancia que se deduce de una inteligencia como la suya, le hacen pensar que esa rueda puede detenerse para él, que puede salir de esa vorágine moldeando a su antojo los resortes del huracán. De esta forma es como ha conseguido erigir todo un imperio de la droga en Baltimore Oeste junto a su amigo Avon Barksdale (Wood Harris). Avon es la cúspide de la organización, el nombre con grandes letras. Es el temperamento y el carisma. De él depende la toma de decisiones y la deriva que toma el gran plan. Stringer Bell tiene un papel aparentemente secundario, a medio camino entre sottocapo y consigliere en la jerarquía de la mafia clásica. Es la voz de la reflexión y la calma en momentos turbulentos, pero en la práctica es el verdadero gestor de todo cuanto acontece en el día a día del negocio. En una de las muchas escenas memorables que contiene la serie, un lugarteniente de la organización le explica a dos de sus soldados esa estructura de poder bicéfala y su rol en el entramado, a través de una magnífica metáfora del juego de ajedrez.

"I'm just a Gangsta, I suppose. And I want my corners."
- Avon Barksdale -

Al mismo tiempo, estos dos tipos representan dos maneras de entender el negocio - the game en la jerga -. La guerra de Avon se centra en el territorio, el control del mayor número de esquinas posibles donde vender la mercancía, un imperialismo en miniatura que trata de devorar a las bandas rivales a base de fuerza. La de Stringer sitúa el beneficio en el centro de atención. La guerra callejera no es un fin, sino un medio y no es imprescindible si no es rentable.
En estos planteamientos se encuentra más cercano a Proposition Joe (Robert F. Chew), el homólogo de Barksdale en Baltimore Este, cuya posición de poder se asienta sobre la exclusividad de la conexión con el abastecimiento de droga de la ciudad por vía portuaria. Prop Joe es un hábil negociador, un emperador bizantino en medio de tribus bárbaras que se mantiene en pie gracias a su habilidad para resultar imprescindible a unos y otros.
Stringer Bell (izqda) y Proposition Joe (dcha)
La personalidad de Stringer se nos va revelando - como todo en The Wire - lentamente, con un tempo realista, sin artificios. El personaje recorre un arco dramático que va desde el carácter espectral y escurridizo de los compases iniciales, su implacable contundencia en el escarmiento callejero, hasta la aparición de un Stringer turbado y superado en el juego de las élites económicas. Todos estos matices van dando forma a una historia singular en medio de historias singulares que conforman el retrato más lúcido de la sociedad contemporánea que un servidor haya visto en una pantalla.
La eterna huida de Stringer y su paulatina metamorfosis en Russell Bell de B&B Enterprises se nos va mostrando de forma paralela a su actividad criminal, y resulta magistral observar sus movimientos en sendos ambientes, dejando patente que el mundo de la corrupción aceptada de traje y corbata no es ni menos duro ni menos miserable que el de la corrupción marginal de los guetos. Tipos como Clay Davis (Isiah Whitlock, Jr) trazan con acierto la imagen de criminal legalizado que inunda las altas esferas de nuestra sociedad campando a sus anchas en un entramado económico que se ajusta a él como un guante. La paradoja de Stringer es la de un residuo del sistema que asimila el sistema como máxima, duerme con Adam Smith en la mesilla de noche y cree en esas mismas reglas del juego que le condenaron desde que vino al mundo

Chris Partlow (izqda) y Marlo Stanfield (dcha)
A medida que avanza la serie su retrato psicológico se hace más minucioso, a través de sus enemigos naturales - McNulty y la Unidad de Delitos Mayores en el Departamento de Policía, Omar en las calles, gente dentro de su propia organización, etc. - y encarando el ascenso de la banda de Marlo Stanfield (Jamie Hector). Esta especie de alter ego salvaje de Avon Barksdale pone de relieve el cambio generacional en el mundo del narcotráfico. Su ausencia de valores y su forma de llevar el negocio es extrema. El joven de gesto impasible simplifica hasta tal punto los códigos morales que prácticamente desaparecen, limpiando de obstáculos éticos el terreno para la supremacía.

"Who the fuck was I chasing?"
- Jimmy McNulty -

En definitiva, es Stringer Bell la cara del talento escondido, la determinación y la ambición por explotar las fallas de un sistema que de niño le repetía una y otra vez al oído que estaba condenado a pudrirse en una esquina a la espera de recibir un balazo ante el primer paso en falso. Es también el rostro del desencanto y la frustración. El soñador sin sonrisa. Es el american dream desterrado de Hollywood y los intermedios de la Superbowl.

El hijo bastardo de la bandera. El reverso del dólar.

jueves, 14 de marzo de 2013

Pasaje a la India

Podríamos dividir la filmografía de David Lean en dos etapas muy bien diferenciadas que tendrían su punto de inflexión con El puente sobre el río Kwai (1957). La primera se caracteriza por dramas y acercamientos puntuales a la comedia con un coste de perfil más bien bajo, mientras que en la segunda mostraría su poderío visual a través de grandes historias ubicadas en parajes exóticos respaldadas por un sobrado presupuesto, pero sin abandonar nunca el calado drámatico de los personajes, el estudio introspectivo de conciencias atormentadas como Lawrence de Arabia o Rosy Ryan que tanto abundan en su obra.
Otra constante de su cine en esta segunda etapa, a la que pertecene Pasaje a la India (1984), su última película, es la censura sin concesiones a la política que el Imperio Británico ejerció sobre los territorios ocupados, sin caer en la apología nacionalista ni en la perspectiva tendenciosa para canalizar las voluntades hacia sus convicciones.


En Pasaje a la India, Lean ofrece un gran fresco de personajes perfectamente delineados, encabezados por Adele (Judy Davis), una joven de posición acomodada que viaja a la India con su futura suegra, Mrs. Moore (Peggy Ashcroft), para visitar a su prometido, un hombre al que pronto Adele verá como la representación de todo lo que detesta, los anquilosados y aburridos hábitos británicos como el polo, el crickett o la hora del té pero, sobre todo, el trato despreciativo hacia los indios y sus costumbres de quien se siente superior y exhibe orgulloso su arrogancia. Esa aversión hacia Mr. Heaslop (Nigel Havers) se agudizará cuando entra en contacto con Aziz (Victor Banerjee) y visitan las cavernas de Marabar.

La excursión es el momento en que Pasaje a la India toma un rumbo diametralmente opuesto, donde Adele se deja llevar seducida por el descubrimiento de un mundo exótico. Una escena anterior refleja a la perfección ese deseo. Adele, paseando sola en bicicleta, se topa con un templo en ruinas y contempla fascinada unas esculturas de iconografía erótica, pero huye horrorizada cuando unos monos comienzan a chillar de manera agresiva. Es entonces cuando acude a los brazos de Heaslop y se compromete con él. Este hecho es lo que cimenta que considere en sus más profundos deseos a Aziz algo más que un bello cicerone, llegando incluso a replantearse su futuro. ¿Por qué soportar toda una vida junto a un hombre al que desprecias y con el que no hay nada que compartir? ¿Por qué vivir bajo las aburridas y puritanas costumbres británicas? ¿O simplemente, por qué no tener una aventura con Aziz?.

Lean no muestra intencionadamente cuál es el desenlace de esta excursión, dejando un poso de angustia en el espectador, sin que podamos entender hasta el final  por qué Adele no aclara los hechos a pesar del conflicto que desencadena entre indios y británicos, en el que pesan más las cuestiones raciales y el honor de las naciones que los derechos de un hombre que está juzgado de antemano. Pasaje a la India es por tanto un caleidoscopio de las pasiones humanas, las contradicciones y la lucha vital entre el deseo y el miedo, enriquecida por el contexto colonial que propicia que la historia personal desate el choque cultural, y que gira en torno al personaje de Judy Davis, sustentado con la brillante compañía de James Fox y Alec Guinness, con más trasfondo del que en principio se percibe en superficie.

July Davis es Adele
Peggy Ashcroft es Mrs. Moore
Victor Banerjee es Aziz
James Fox es Mr. Fielding
Alec Guinness es el profesor Goldbole


viernes, 1 de marzo de 2013

El lado bueno de las cosas (Silver Linings Playbook)

O una comedia ligera

El lado bueno de las cosas (David O. Russell, 2012) gira en torno a la recurrente idea de las segundas oportunidades en la vida. Personas que por una u otra razón han caído en desgracia y se deciden a arreglar el entuerto con decisión y coraje. El director neoyorkino vuelve a hablar desde los márgenes de la sociedad como ya hiciera en The Fighter (2010), pero esta vez cambiando el drama por la comedia.
La historia narra las andanzas de Pat (Bradley Cooper), un Profesor de Historia recién salido de un psiquiátrico en el que ingresó ocho meses atrás después de apalear al amante de su esposa en un arrebato pasional al encontrarles en la ducha con las manos en la masa. La película retrata el universo psicológico de un ser traumatizado que, con el tiempo, ha convertido la reconquista y restitución de su matrimonio en el único objetivo de su vida. Al poco de emprender su reinserción social - tarea compleja dado el estado anímico del susodicho - conoce, a través de una pareja de amigos, a Tiffany (Jennifer Lawrence), una joven viuda con problemas de autocontrol semejantes a los suyos y que, en cierta manera, le sirve de espejo a pesar de esa negación inicial propia del que cree estar en perfecto estado o necesita creerlo para soportarlo.

Cierto es que esa naturaleza condenatoria con que Russell describe a la sociedad actual nos retrata, y la inclusión de estas vidas "anormales" en un contexto de "normalidad" asumida nos hace partícipes de ese juicio general. El seguimiento exhaustivo de las peripecias y las motivaciones de estos dos seres poco convencionales que se sentencian de manera extrema pero no se permiten juzgarse, que se rechazan artificialmente desde la comprensión más absoluta, que no se atienen a reglas de cortesía elementales sino que las transgreden impulsivamente, provoca en el espectador una violación placentera de sus roídos usos y costumbres, y por tanto, una empatía instantánea con los personajes.

Pat (Bradley Cooper) y Tiffany (Jennifer Lawrence)
He de reconocer que profesaba una antipatía infundada hacia Bradley Cooper - a veces pasa, sin razón aparente - y no tenía muchas esperanzas en Jennifer Lawrence - el prejuicio otra vez, tan omnipresente como el juicio - pero el trabajo y la química de ambos en pantalla es sencillamente estupendo. La cinta, entre otras virtudes, está genialmente interpretada, no sólo por la pareja protagonista sino por una gama de secundarios de lujo entre los que destaca un Robert De Niro reinventado, en cierto modo, en una etapa de su carrera en la que ya se venía haciendo prácticamente imposible desvincular al personaje particular de cada filme con el personaje cinematográfico del imaginario colectivo. No azuzaré aquí el eterno debate entre la versión original y el doblaje, pero tampoco me haré cargo de los matices que se pierdan por el camino en la versión castellana. Basta con ver el trailer español para darse cuenta de que a Cooper y Lawrence les han amputado gran parte de la gracia y la extravagancia que destilan sus voces originales. 
La dirección es acertada y el montaje está muy conseguido, logrando un ritmo que no decae a lo largo de todo el metraje cabalgando sobre un guión ágil que, aunque redundante a ratos, no resulta pesado.

No obstante, no todo es miel sobre hojuelas, claro. En mi opinión la historia flojea en su tramo final, un tanto tópico y previsible, si bien es cierto que en un género tan sobado y dañado en la actualidad como la comedia romántica, los lugares comunes son inevitables y cuando el conjunto lo merece, perfectamente perdonables.
Acusarla de poco realista me parece fuera de lugar. La comedia juega a desfigurar la realidad conscientemente para generar en aquellos pilares dramáticos sobre los que se asienta, una distorsión suficiente como para hacer que el gag funcione. Si alguien quiere realismo que intente imaginar cómo sería destensar esa goma y se encontrará con las tragedias de estos personajes y sus familiares. Si evitamos el recelo que nos despierta generalmente el aplauso de la gran industria y nos centramos exclusivamente en el producto, anularemos gran parte de ese prejuicio que tanto pesa y que tan atinadamente detona David O. Russell en esta cinta.

Si andas buscando un viaje de infelicidad y pérdida probablemente ésta no sea tu película. Si lo que te apetece es una comedia ligera, bien hecha y alejada de los derroteros de trivialidad y estupidez que ha tomado el género en los últimos años, siéntate y disfruta.

Sus defectos no pueden competir contra una absurda cena de cereales y té.


Bradley Cooper es Pat
Jennifer Lawrence es Tiffany
Robert De Niro es Pat Sr.
Jackie Weaver es Dolores

lunes, 18 de febrero de 2013

¿Te suenan? Wilhelm, Howie y otros famosos efectos sonoros

Si en algo puede apretarse el cinturón un productor de cine para financiar una película es en efectos de sonido. ¿Para qué invertir en ellos si hay una base de datos con todos los sonidos inimaginables y gratis por internet? Fúndete la pasta en un actor carismático, en miles de extras, en un guionista que sepa escribir historias, o llévate el rodaje a la selva para dar realismo aún a riesgo de que el equipo pille la disentería pero, amigo, no te molestes en grabar nuevos ruiditos. Están todos inventados y desde hace tiempo. Son buenos, la gente de a pie ni los notamos y a los freaks les encantan.
Aquí tenéis una recopilación de los más cachondos, algunos de ellos con más años que un bosque de secuoyas pero que a día de hoy, directores como Tarantino, Spielberg o Zemeckis tiran de ellos, bien por satisfacer sus caprichos o por lo práctico del invento.

El más famoso sin duda es el grito Wilhelm, llamado así porque lo gritó un tal Wilhelm en La carga de los jinetes indios (1953, Gordon Douglas), aunque el honor de haberlo utilizado por primera vez fue de Raoul Walsh en la película Tambores Lejanos (1951). La popularidad del efecto alcanzó sus mayores cotas en los setenta, cuando Spielberg y Lucas lo incluyeron en todas las partes de las sagas de Stars Wars e Indiana Jones. Desde entonces podemos escucharlo en multitud de películas año sí y año también, como en La bella y la bestia, El quinto elemento, Kill Bill, El Reino de los Cielos o El hobbit.


De nombre tan poético como pretencioso, el canto del águila de cola roja es otro de los efectos de sonido que a cualquiera acostumbrado a ver películas de aventuras le puede parecer tan familiar como una falda camilla. No he encontrado un vídeo que recopile las películas en las que se aprecia, pero escuchándolo seguramente que a más de uno le venga alguna a la mente. 


No menos famoso es el trueno del castillo, con toda probabilidad combinado con el del águila en muchas películas de terror, fue usado por primera vez en El Doctor Frankenstein (1931, James Whale). Desde entonces lo hemos escuchado hasta la saciedad, pero está tan bien hecho que nadie se ha quejado de lo pesaditos que son con el dichoso trueno. Hecho con un martillazo en una plancha metálica o grabado en plena tormenta, poco importa. Aparece en Bambi, 101 dálmatas, Conan el bárbaro o La jungla de cristal...¿Llueve en una película? Arrimaros la trompetilla. 


El grito de Howie, también conocido como Youraagh! o Grito humano nº3: alarido con caída, se popularizó cuando el personaje interpretado por Howie Long muere en Broken Arrow (1996, John Woo). Las películas de acción en las que la peña la palma profiriendo semejante alarido son infinitas: Batman, 1492, Pánico nuclear, Asesinos natos. Menos mítico que el Wilhelm, pero igual de funcional cuando se trata de matar a un personaje.


Por último, el santo y seña del perro más patoso de Disney es sin duda el grito que lanza cuando se descalabra. Con Goofy se utilizó por primera vez en 1941 en el corto El arte de esquiar (1941, Jack Kinney), pero no hay película que se escape a la obsesión de la factoría por incluir el Goofy Holler en alguna escena.

viernes, 15 de febrero de 2013

Los santos inocentes

O la alargada sombra de la milana

Sobre los lentos y complejos engranajes que mueven la Historia-con-mayúsculas, allá en su superficie, ajenos a lo que por debajo se cocina a fuego lento, se mueven las pequeñas historias de aquellos individuos que quedan relegados al olvido en su insignificancia, pero que ostentan el protagonismo absoluto de lo que pudiera considerarse vida-como-tal - en su sentido más primitivo - a lo largo y ancho de los tiempos.

Sus miserias no ocupan las grandes páginas, sus sufrimientos terminan siendo postergados y raramente son apreciados más allá del arquetipo colectivo, a pesar de estar condenados a vivir en un presente eterno que alimenta las vidas de sus dueños mientras las suyas son dilapidadas. Esa injusticia histórica que tan certeramente se nos dibuja en Los santos inocentes (Mario Camus, 1984) no tiene más de 50 años de edad, y conviene mantenerla  viva en un país que todavía hoy arrastra las hondas consecuencias de aquellas inalterables estructuras de poder.

La cinta, basada en la novela homónima del escritor vallisoletano Miguel Delibes, narra la historia de una familia de siervos rurales en la Extremadura de los años 60, y su relación con aquellos grandes terratenientes emblema del régimen franquista en la España más rústica. Delibes, y por ende Camus, sitúan la acción en una época de transición en la que las ciudades comenzaban a despegar lentamente mientras el campo seguía anclado en relaciones de servilismo propias de otras centurias.
Al contrario que Delibes, Camus traslada la acción presente a los años 70 y narra los acontecimientos del libro a modo de flashback - con un elegante y moderado uso de la elipsis - introduciendo así un componente evolutivo en la historia que nos permite liberar a los hechos del paréntesis en que se enmarcan y apreciar el desarrollo de ciertos personajes registrando sus motivaciones y el resultado de las mismas.

Recibimiento de la Marquesa y el Obispo
De este modo observamos como esa sumisión lastimera de la Régula y Paco "el Bajo" - de carácter estoico en ella, más entusiasta en él - permanece inmutable con el paso del tiempo, mientras que la mansedumbre de nascencia de los hijos - la Nieves y el Quirce - da paso a un sigiloso rechazo del viejo armazón social y a una huida llena de dignidad en busca de mejor suerte. Detalle éste que ofrece una mirada más esperanzadora que la del libro, en el que los vástagos son devorados por una rigidez jerárquica de la que son incapaces de desprenderse. Los espeluznantes alaridos de la Niña Chica - la hija menor enferma de la familia - parecen concentrar los gritos silenciosos de todos los que la rodean.
La aristocracia franquista - representada en la figura del Señorito Iván y la Señora Marquesa - se nos muestra sin ambages, implacable y distante, orgullosa y cruel, convencida del derecho a poseer lo divino y lo humano, haciendo gala al mismo tiempo de esa caridad condescendiente sobre los desheredados que alimentaba en éstos aquellas tristes actitudes de gratitud.
Fuera de la foto estamental, corriendo emancipado por el monte, persiguiendo milanas se encuentra Azarías, el hermano de la Régula. Un ser inocente y bondadoso, retrasado en sus capacidades, que se orina en las manos pa' que no s'agrieten y hace de vientre donde le pilla el apuro. El libérrimo personaje, magistralmente compuesto por un Paco Rabal en estado de gracia, es el reflejo cristalino de la naturaleza en estado puro. Enamorado de los pájaros y de la Niña Chica, representa aquello que no puede ser sometido por ninguna regla más allá de las que le dicta su primitivo y poético sentido natural de la justicia.

La sordidez de la maravillosa fotografía de Hans Burmann y la desgarradora música de García Abril - con los que el director ya trabajó en la fantástica adaptación de La colmena (Camus, 1982) - complementan la dirección de Mario Camus en esta obra indispensable que cosechó merecidos elogios y reconocimientos allá por donde pasó, y que le valió a su autor la Mención Especial del Jurado en el Festival de Cannes de 1984, así como la Mejor Interpretación Masculina ex aequo para Alfredo Landa y Paco Rabal.
Cuenta la leyenda que en su presentación en Cannes, el público rompió en aplausos con su desenlace final, bendiciendo incondicionalmente al Azarías y condenando a muerte, con simbólico merecimiento, a una de las páginas más negras de nuestra historia reciente.

"¡Quiá! ¡Quiá! Yo...no quiero...que la milana me se vaya."

Ni nosotros que se la olvide.


Paco Rabal es Azarías
Alfredo Landa es Paco "el Bajo"
Terele Pávez es la Régula
Juan Diego es el Señorito Iván
Agustín González es Don Pedro

lunes, 11 de febrero de 2013

El espíritu de la colmena

Siempre puede verse el lado positivo de casi cualquier cosa, hasta en una censura castradora de ideas, de opiniones opuestas, de diferentes maneras de pensar. Incluso en la más profunda oscuridad puede surgir un destello de luz, por leve que sea. Eludir la censura puede convertirse en un excelente ejercicio para explorar al máximo las capacidades de un artista y así definir todas las aristas del noble arte de sugerir, que no tiene por qué ser necesariamente mejor que mostrar, pero sí invita al espectador a hacer un esfuerzo intelectual que resulta mucho más gratificante cuando se comprende el trasfondo de la película.

Víctor Erice regatea con maestría la vigilancia censora en El espíritu de la colmena (1973). La represión es palpable a través de cartas, fotografías, recuerdos. Fernando (Fernando Fernán-Gómez) y Teresa (Teresa Gimpera) sufren en silencio las consecuencias de la Guerra Civil, recuerdan con dolor un pasado feliz,  anhelando un futuro que la violencia resquebrajó, llorando por dentro a los que ya no están. El pasado les obliga a vivir, no en el exilio, pero sí recluidos. Dentro de la colmena, pero aislados en un pueblo perdido. Aceptando la férrea jerarquía de la colmena. Alienados.

El contrapunto lo ponen las niñas, sobre todo Ana (Ana Torrent), ajena a la oscura realidad, soñando con el cine y El Doctor Frankenstein (1931, James Whale). Isabel (Isabel Tellería) está más en connivencia con este mundo real. Se muestra indiferente al dolor ajeno, disfrutando de él,  y asume la muerte con naturalidad. En cambio a Ana la muerte le afecta, incluso en el cine. Cree que las películas no mienten, pues ha visto con sus propios ojos al monstruo. El maquis, al igual que el monstruo del doctor Frankenstein, huye al ser repudiado por la sociedad, encarnando el mal y los valores que ésta rechaza. Ana lo descubre y le ayuda.  La inocencia y la desbordante imaginación de Ana chocan frontalmente con el mundo sombrío y dañino creado por los adultos, una colmena donde no existe el individuo, donde es anulado, y en la que ella descubre qué es el dolor y la muerte. Pero donde no alcanza esa represión es en la imaginación, quizás ese espíritu mucho más poderoso que por intangible no puede ser sometido. A pesar de la infancia traumatizada, los sueños y la bondad de una niña sobreviven. Y vencen. Igual que al sesgo de la censura se le escapa la verdad disfrazada. Ese es el poder de la imaginación. El espíritu de la colmena.

Ana Torrent es Ana
Isabel Tellería es Isabel
Fernando Fernán-Gómez es Fernando
Teresa Gimpera es Teresa


miércoles, 6 de febrero de 2013

Hitchcock

O la silueta difusa

El problema del biopic es que, casi por definición, aspira a contar la historia definitiva de un individuo, y corre el riesgo de pecar de un excesivo distanciamiento con ese personaje público que pertenece al imaginario colectivo, en pos de una mayor aproximación hacia su ámbito privado, y generalmente, más desonocido. También ocurre, al contrario, que el mero reflejo de la leyenda termina pareciendo insustancial, aunque es cierto que otras muchas veces funciona. Dar con la tecla en este género es bastante complicado. A Gervasi no se le puede negar el modesto intento de mantener la armonía entre dichos espacios. Es comprensible querer mostrar a una figura de semejante magnitud valorando en su justa medida ambas esferas. Otra cosa es que se consiga.

Esa obsesión por el equilibrio puede observarse en diferentes películas con distinto resultado. Por nombrar dos ejemplos opuestos, el Lincoln de Spielberg - aunque definitivamente con unas pretensiones absolutas de las que Hitchcock carece - aborda la vertiente familiar del "gran hombre" y su proyección pública, quedando ambas incompletas - la primera por superficial y la segunda por santurrona - y resultando, en conjunto, trivial por su simplismo. Cabría nombrar como antítesis la fantástica aproximación a la figura de Charlie Parker que se nos ofrece en Bird (Clint Eastwood, 1988), donde el director californiano se adentra con minuciosidad dentro del infierno existencial de la persona sin dejar de mostrarnos al músico en toda su grandeza. En Hitchcock nos encontramos, al mismo tiempo, con una mirada de respeto hacia el personaje y cierta falta de coraje a la hora de lanzarse al vacío con el retrato puramente humano.

La consabida fama de Alfred Hitchcock, su tiranía en el set de rodaje y su inconfundible fanfarronería y arrogancia funcionan bien en el arranque del filme, incluso parece aguantar el tipo cuando comienza a alternarse con esa otra visión más íntima. Sin embargo, llega un momento en el que van desapareciendo los alicientes y la historia parece dilatarse a base de estímulos insulsos y un tanto inocentes.
La cinta logra una atractiva comunión con el público precisamente en su vertiente, a priori, menos sustanciosa o más manida - el Hitchcock cineasta y el rodaje de la archiconocida Psicosis - y naufraga en su intento de mostrar la cara más personal del genio británico. En consecuencia, y a pesar de ser un entretenimiento simpático, Hitchcock sabe a poco por los tropiezos que se generan en la exposición del terreno afectivo, a ratos fundamental para un mero tratamiento superficial y a ratos intrascendente para concederle tanta importancia en la trama.
Set de rodaje de Psicosis en Hitchcock
El filme tiene un tono muy del Hitchcock de aquella última época, mantiene esa atmósfera descafeinada de película de sobremesa y logra meterte con acierto en el mundo que rodea al genio inglés en esa etapa.

Sobra decir que la gran interpretación de Anthony Hopkins es inapreciable en su versión doblada, pues el 80% de su trabajo se sostiene en la imitación del inconfundible acento del director londinense. De su apariencia ya se encarga esa esperpéntica transformación que funciona sólo de perfil y que fracasa estrepitosamente en sus esfuerzos por hacer desaparecer la insondable mirada del actor galés. A todo se acostumbra uno, pero la sensación de que el orondo realizador se ha tragado a Hopkins dejando como única prueba sus dos faros delanteros nunca desaparece. Helen Mirren - que vuelve a estar fantástica - no es Alma Reville pero uno se habitúa a verla a ella, eso lo aceptamos. La exuberante Scarlett Johansson no puede ofrecer la sencillez de Janet Leigh aunque se esfuerce, pero se consiente. Es parte del truco del celuloide y lo sabemos. No todo van a ser Gandhis y Benkingsleys.

En definitiva, Hitchcock no es el relato con mayúsculas que los incondicionales podrían estar esperando, pero es un relato microhistórico rodado con cierta admiración y acertadamente sonorizado por Danny Elfman, donde hallaremos refugio en aquel descomunal director que ya conocíamos y un desamparo desconcertante en ese Alfred Joseph Hitchcock que nos es más extraño.


Anthony Hopkins es Alfred Hitchcock
Helen Mirren es Alma Reville
Scarlett Johansson es Janet Leigh

domingo, 3 de febrero de 2013

Argo

A modo de thriller clásico, Ben Affleck recrea en su tercer largo el rescate de seis diplomáticos cuando la embajada estadounidense en Teherán es asaltada por partidarios del ayatolá Jomeini, hechos enmarcados en plena crisis del petróleo de 1979.
El asalto a la embajada, filmado con un envidiable pulso narrativo capaz de centrar toda nuestra atención y elevar las expectativas, servirá de punto de partida para contar la misión organizada por el especialista en rescates Tony Méndez (Affleck), que ocupará la práctica totalidad del metraje.

A lo largo de la película, encontramos a una serie de secundarios como Alan Arkin y John Goodman que le darán el empaque necesario a un producto que es puro divertimento, pues no plantea ningún debate político ni cuestiona aspectos que se le presuponen a una cinta enclavada en un momento de tanta importancia histórica y que afecta a los intereses geopolíticos de EE.UU. en Oriente Medio. Podría haber dado mucho más de sí, cuestionando el papel de EE.UU. en la revolución iraní,  profundizando más en la misma mostrando hechos como la represión por parte de Jomeini contra la oposición política, o como el conflicto desembocó en la guerra entre Irán y el Irak de Saddam, éste último, paradojas de la vida, con el apoyo armamentístico de EE.UU. 

Sin embargo, Affleck se limita a tomar los hechos históricos como mero escenario de su película. El conflicto iraní como contexto para contar el rescate de seis de sus compatriotas. En este sentido, se aleja de la visión ofrecida por Spielberg en Lincoln (2012), una visión propagandística y nada revisionista, pero que se mete de lleno en el meollo político-histórico. Tampoco sigue la estela de La noche más oscura (2012, Kathryn Bigelow) pues, como decimos, los esfuerzos de Affleck no se concentran en juzgar a su país ni a sus gobernantes. Ni siquiera se acerca a Django Desencadenado (2012, Quentin Tarantino), pese a que lo "tarantinesco" se sobreponga a la propia película, sirve para pisotear al racismo y la esclavitud en EE.UU. mediante la burla y el escarnio.

No obstante, a Affleck no se le puede negar (aunque como actor sea bastante limitado) su capacidad para construir una intriga que engancha de principio a fin, una narración que no pierde fuelle y con repuntes de tensión más que notables. Por ello no es mala película, como thriller funciona como un reloj, pero en su vertiente política su postura es acomodaticia, superflua e inofensiva. Y por eso se llevará un montón de oscars.

Ben Affleck es Tony Mendez
Alan Arkin es Lester Siegel
John Goodman es John Chambers

martes, 29 de enero de 2013

Amor

O la insoportable levedad del ser

El amor, como la mayoría de los conceptos elevados no tiene una definición concreta y, caso de haberla, con seguridad no se acerca lo más mínimo a una descripción real de lo que supone. No puede encerrarse su significado entre palabras, porque la palabra no alcanza para tanto y ello implicaría condenar a prisión lo extraordinario sólo porque tenemos la irremediable necesidad de dar una respuesta particular a todo aquello que se nos escapa, por incompleta que ésta sea. Si aceptamos el hecho como tal, nos queda la posibilidad - más que digna, por honesta y humilde - de evocarlo a través del arte. Evocarlo, no capturarlo. Todo intento más allá de este supuesto resulta a menudo arrogante y pretencioso.
Amor (Michael Haneke, 2012) es un ejemplo de virtud en este sentido, pues abandona conscientemente ese propósito sugiriendo itinerarios alternativos para despertar la sensibilidad del espectador, renunciando a los atajos que la herramienta cinematográfica nos brinda, tan manidos a lo largo del tiempo que devienen en ineficaces para una propuesta realista.

Amor es el relato de una pareja de ancianos, Anne y Georges, antiguos profesores de música que ven cómo su mundo se da la vuelta - en el ocaso de una feliz vida común - a causa de la enfermedad y el sufrimiento. Magistralmente interpretada por dos actores descomunales - Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva - la cinta bucea en las profundidades morales del afecto, la dignidad, la compasión y la muerte. Nos enfrenta a preguntas esenciales sobre el valor de la identidad, su fragilidad y su pérdida. Ella está adorable y desgarradora, pero él soporta todo el peso del drama en un papel quizá de menor lucimiento pero más complejo si cabe, repleto de matices.
Haneke opta por distanciar la cámara de la historia, arrancar la predilección del drama por el primer plano. Testimonia pero no acentúa. De hecho, la sobriedad en la dirección permite eliminar intermediarios entre el espectador y la historia. Al modo clásico, Haneke apenas mueve la cámara cimentando el grueso de la narración en una fabulosa caligrafía de encuadres fijos. Asimismo, el director austríaco mantiene - como siempre - ese respeto por su público y sus personajes, dejando libertad de juicio al que mira. El director vuelve a atraparte en lo sensitivo y a liberarte en lo intelectual, logrando esa especie de esclavitud sin grilletes que define su relación con el auditorio.

Michael Haneke
"El cine más interesante de hoy día viene del tercer mundo, porque esa gente tiene algo por lo que luchar. Nosotros no hacemos más que describir permanentemente el asco que sentimos de nosotros mismos" - M. Haneke -

La filmografía de este autor imprescindible parece huir vigorosamente de esa afirmación proponiéndonos aceptar el drama como algo inexorablemente humano, como un patrimonio despreciado que obviamos por doloroso. Rechaza la mirada amable y somnífera que satisface a la audiencia ante el espejo. Haneke tiene la intención de recuperar ese territorio que hemos condenado al ostracismo y reivindicarlo como nuestro. Es su cine, en consecuencia, un canto a un humanismo visceral del que Amor es probablemente su máximo exponente.
Es, en opinión de un servidor, el único autor que nos conecta con ese vacío que nos pertenece y nos da forma, y del que apenas llegamos a intuir su inmensidad. Por eso su obra nos resulta tan turbadora.

"Creer que un cielo en un infierno cabe...esto es Haneke, quien lo probó lo sabe."

Jean-Louis Trintignant es Georges
Emmanuelle Riva es Anne
Isabelle Huppert es Eva

viernes, 25 de enero de 2013

Las Sesiones

Aunque resulte complicado tratar temas que pueden levantar ampollas en determinados sectores y que ocurra que los más ortodoxos se te echen encima, también puede producirse el efecto contrario. Un excesivo respeto alteraría el acabado de tal manera que la película se quedara a medio camino, resultando un producto vacuo y sin personalidad.

Por suerte, ninguno de los dos casos es el de The Sessions (Ben Lewin, 2012). No se limita a contarnos la vida de un discapacitado ni se recrea en los problemas que puede encontrarse una persona en el día a día en tales condiciones. Ben Lewin pone el punto de mira en un tema, no tanto tabú, con todas las connotaciones que el término implica, pero sí olvidado, omitido frecuentemente en toda la filmografía hecha al respecto. El sexo en personas discapacitadas. De por sí el eje central del argumento es ya todo un acierto, pues la discapacidad ya ha sido tratada desde diversas ópticas y desde todas sus variantes en multitud de películas como Mi Pie Izquierdo (1989, Jim Sheridan), Mar Adentro (2004, Alejandro Amenábar) o la más reciente Intocable (2011, Olivier Nakache, Eric Toledano), para aportar savia nueva era necesario ir más allá de la dura rutina y del sufrimiento de los más allegados.

Junto con la novedosa perspectiva destaca el trabajo de John Hawkes, un actor que nos tiene acostumbrados a interesantes secundarios, pero que esta vez se supera con una interpretación llena de sensibilidad, capaz de transmitir de manera admirable su anhelo y frustración por disfrutar como cualquiera del sexo. Tampoco William H. Macy desentona en su papel de cura, no digamos esa tontería de moderno, sino de cura coherente y sensato ante las peores circunstancias, que no va plantando manuales de buen cristiano ni dogmas en las narices de nadie. Pero por encima de todo destaca la labor de Helen Hunt, enfrentándose a un personaje que sería todo un reto para cualquier actriz pero que ella lo resuelve con una sencillez y una naturalidad inusual. Impresiona.

No obstante, a pesar de la original propuesta y de las interpretaciones, es en el tratamiento de la película donde podemos apreciar las carencias. Es cierto que no es, ni mucho menos, un melodrama que busque la lágrima fácil ni la lástima hacia los personajes, pero en el fondo no se desprende de ese optimismo y ese afán de superación tan recurrente y tantas veces visto, que no deja de ser al fin y al cabo el mensaje, el por qué de que nos estén contando esta historia. Todo es posible aún en las peores circunstancias, si quieres puedes, mira el lado positivo, etcétera. Se enmarca, por tanto, en la tendencia de películas como Intocable, que aunque ésta abuse aún más de los sentimientos del espectador, ese punto desvergonzado y gamberro que tiene la cinta francesa hace que a un servidor le guste más.
John Hawkes es Mark O'Brien
Helen Hunt es Cheryl
William H. Macy es el Padre Brendan

martes, 22 de enero de 2013

Django desencadenado

 O "Tarantino" por Quentin Tarantino
 
Tanto tiempo siguiendo la filmografía del bueno de Quentin me ha servido para reafirmarme en la idea de que al enfant terrible del cine independiente americano ya no le apetece hacer películas con mayúscula, ya no le divierte. Ahora prefiere hacer entretenimiento puro y duro, muy bien hecho además. Prefiere invertir el talento y la desbordante creatividad que otrora mostró con inigualable estilo, en collages como el que nos ocupa, descuidando e incluso me atrevo a decir que despreciando su anterior concepción del cine. Uno tiene la sensación de que Tarantino se ha cansado de aquél Tarantino del que se esperaba algo fresco y único, se ha cansado de levantar expectativas y verse obligado a cumplirlas y parece haber encontrado una fórmula que divierte tanto a incondicionales como a sí mismo.

La tan esperada incursión en el spaghetti del eterno admirador del spaghetti no es ni una visión personal de aquella celebrada reinterpretación del western, ni un homenaje. Homenaje al spaghetti son las perlas que el propio director americano introducía en sus Kill Bills y aquellas que inundaban su última película. Eran detalles, guiños que con cierta elegancia introducía puntualmente en historias fuera de contexto. Y eran de agradecer. Las referencias en directores con estilo nunca sobran.
Lo que Tarantino perpetra en Django desencadenado (Tarantino, 2012) es un homenaje a sus propios homenajes. No sólo los referentes al propio spaghetti western, si no el excesivo subrayado sangriento de cada disparo que nos remite a su gusto por la serie B y a su pasión por "lo japo". Uno asiste a una sucesión de lugares comunes tarantinianos, que sólo generan complacencia en su público, que asiste adulante a cada tic, a cada guiño, a cada gesto de complicidad. Tarantino ya no homenajea al cine, ya no muestra sus influencias. Se limita a centrifugar sus propias manías y a compartirlas en pantalla con aquellos que pasaron de disfrutar con su cine inicial a disfrutar con su persona.

Dio un giro con Kill Bill: Volumen 1 (2003), se centró en el "siempre quise hacer una peli de japos", pero aquello seguía siendo una película en sí misma. Hizo lo propio con Grindhouse (2007) aunque con horroroso resultado. Y lo que parecía ser un alto en el camino con Malditos Bastardos (2009) parece la continuación de una senda que uno no sabe muy bien hacia donde lleva, salvo al interior de Tarantino.
Dr. King Schultz y Django
La película es entretenida, aún siendo larga como un domingo de resaca sin novia. Es visualmente estimulante, tiene un argumento bien llevado, mantiene cierta tensión aunque llega un momento en que lo formal se merienda al trasfondo. Está muy bien interpretada, especialmente por Waltz y DiCaprio. A ratos bien musicada y a ratos atrozmente. El anacronismo es gracioso cuando no se abusa de él pero...¿Hip hop y Morricone? Por dios bendito Quentin, frena un poco con la fusión que me entran ardores.
A partir de la primera media hora, tuve la sensación de estar viendo Malditos Bastardos en el Oeste. No por argumento, no por guión, no por contexto. Pero es la misma estructura, la misma idea. Tarantino reescribe la historia, again.
Escoge dramas históricos, auténticas tragedias colectivas e inflige la venganza pertinente. Frivoliza, gamberrea, ridiculiza. A algunos les parece una falta de respeto, a mi me parece que el que se tome esto en serio simplemente tiene ganas de gresca. Si en la anterior cinta fueron los nazis, ahora son los esclavistas.

Yo te perdono por lo que fuiste, porque me caes bien, porque ver cada nuevo parto nunca es una pérdida de tiempo, pero amigo, deja de mirarte el ombligo, levanta ese divino mentón y vuelve a hacer pelis, que talento te sobra, crack.


Jamie Foxx es Django
Christoph Waltz es King Schultz
Leonardo DiCaprio es Calvin Candie
Samuel L. Jackson es Stephen
Kerry Washington es Broomhilda

LinkWithin

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...