miércoles, 23 de febrero de 2011

La ingenua Gelsomina

Gelsomina es una joven de familia humilde, inocente, servicial y con muy pocas luces. Es la protagonista de La Strada (1954), interpretada por la actriz Giulietta Masina. Fue la musa del director Federico Fellini y con la que se casó en 1943, un matrimonio que duró cincuenta años y del que surgió una filmografía compuesta por siete largometrajes.
Fruto de la genialidad de Fellini, el personaje de Gelsomina surge del mismo modo que la mayoría de los que abundan en su obra, es decir, de sus recuerdos y vivencias. Así, vemos a Moraldo (Franco Interlenghi) en Los Inútiles (1953) partiendo de su Rímini natal hacia Roma para buscarse la vida, como ya hiciera el director en su juventud, o sus obsesiones adolescentes reflejadas en el púber Titta Biondi (Bruno Zanin) en Amarcord (1973): el sexo, la música, la poesía...
De esta manera, Gelsomina surge de una historia de la que tuvo noticia Fellini, la de una pobre mujer retrasada que quedó embarazada por un mercader ambulante. En el film tendremos, en vez de un mercader, un forzudo que dedica su vida a dar espectáculos aquí y allá, que recorre Italia en una destartalada moto-caravana. Este forzudo es el iracundo Zampanó, interpretado magistralmente por Anthony Quinn, un hombre insensible que compra a Gelsomina a su humilde familia, incapaz de alimentar más bocas.
Gelsomina servirá a los intereses de Zampanó colaborando con él en su espectáculo en el papel de payasa. Pero la palabra reciprocidad no está incluida en el diccionario de Zampanó, todo antipatía y mal carácter, y corresponderá a Gelsomina con continuos desplantes y humillaciones. Un alma cándida como ella  sin embargo, soportará todos estos maltratos, y continuará fiel al lado de Zampanó, sabiéndose sola en el mundo excepto por su presencia, el único ser que la ha acogido en su seno y la admite, aunque nunca le haya dado una muestra de cariño o un simple gesto de complicidad. Esa es Gelsomina, de la que el mismo Fellini dijo:

"Creo que hice la película porque me enamoré de aquella niña-viejita, un poco loca, un poco santa, de aquel desordenado, gracioso, desgraciado y tiernísimo payaso que llamé Gelsomina y que todavia hoy consigue hacerme llorar de melancolía cuando oigo su sonido de trompeta".

sábado, 19 de febrero de 2011

127 horas

Tras triunfar en los oscar de 2008 con Slumdog Millionaire, Danny Boyle retoma la senda del éxito con la nominación de su nueva película, 127 horas. Esta cuenta la historia real de Aron Ralston, un montañista que, en 2003, practicaba senderismo en el cañón Blue John, en Utah, un paraje ídilico para el aventurero más osado, repleto de grutas, piscinas naturales y paredes verticales. En un descuido, Ralston sufrió un desgraciado accidente que le atrapó el brazo derecho bajo una roca. Sólo, sin nadie que supiera de su paradero y sin más pertrechos que  una cámara de vídeo, una cantimplora medio vacía y una navaja, sufriría una pesadilla que duró cinco días.

La dificultad de llevar a cabo una película en la que el protagonista se pasa todo el tiempo atrapado sin poder moverse y, en un intento de no aflojar el ritmo bajo ningún concepto, llevó quizás a Boyle a abusar del uso frecuente de alucinaciones ante la falta de agua y alimentos y de sueños por parte del protagonista, evocando un pasado reciente en el que aparecen sus allegados y personajes ficticios. Una película con una premisa similar, Buried (2010, Rodrigo Cortés), en la que el protagonista, Ryan Reynolds, se encuentra durante todo el metraje atrapado en un ataúd, elude admirablemente la utilización de este recurso. Sin embargo, también es cierto que da muchísimo juego el hecho de que le entierren junto a un teléfono móvil.

Por otro lado, la interpretación de James Franco como el montañista Aron Ralston resulta muy creíble, un actor que había pasado desapercibido para mí en Spiderman (2002, Sam Raimi) y Mi nombre es Harvey Milk (2008, Gus van Sant) y que logra transmitir (también Ryan Reynolds, todo hay que decirlo) la angustia y desesperación que debe sufrir cualquiera al verse en una situación tan límite, al borde de la muerte por inanición y sin posibilidad de escape.
Es, por tanto, una película que logra mantener el pulso narrativo, enganchando al espectador a pesar de ciertas licencias más que discutibles,  y que conecta gracias a uno de sus pilares básicos, la interpretación de  James Franco, logrando al menos hacer honor a la historia de supervivencia del aventurero Aron Ralston.

martes, 15 de febrero de 2011

El mundo en guerra




El bélico ha sido un género que, independientemente de su ubicación espacio-temporal, ha tratado en multitud de ocasiones el lado más vulnerable del ser humano: en situaciones de alto riesgo, en soledad y lejos del hogar, en una dinámica de alerta constante, sus personajes han consentido que se les despojara de esa coraza llamada virilidad para enseñar el latido del miedo y el horror en su más pura esencia. La guerra obliga a hombres normales, en su mayoría jóvenes inexpertos y asustadizos, a convivir en un mismo espacio con un objetivo común: salvar la vida. Eso posibilita estrechar entre ellos fuertes lazos de amistad, reflejados en la confesión y la solidaridad mutua, muy presentes en la mayoría de films bélicos. Es también frecuente que se produzca una extraordinaria dualidad: por un lado, se nos muestra a soldados crueles y sanguinarios en el fragor de la batalla, pero por otro, la guerra contamina al ser humano de una fragilidad sentimental incomparable a la de cualquier género. Por ello, no resulta exagerado afirmar que es el género en el que más veces hemos visto llorar a un hombre, y es precisamente esta introspección del soldado la que lleva al género bélico a oscilar entre su carácter documental e ideológico, más o menos tendencioso, y el carácter reflexivo, interesado siempre en la compresión del alma humana.
           
Sangre, sudor y lágrimas (1942)
Podríamos establecer una división del cine bélico entre aquellas películas que realizan una exposición tendenciosa y subjetiva de los hechos, otras con un potente mensaje antimilitar y aquellas interesadas exclusivamente en el espectáculo y la pirotecnia.  Entre las primeras, destinadas al ensalzamiento patriótico, hubo una gran proliferación de títulos durante los años cuarenta, en los años de la Segunda Guerra Mundial y posteriores. Es el caso de Sangre, sudor y lágrimas (1942, David Lean y Noel Corward), Jornada Desesperada (Raoul Walsh, 1942), Bataan (1943, Tay Garnett) y Objetivo: Birmania (1945, Raoul Walsh). Estas películas evidencian un profundo fervor patriótico y ensalzamiento militar que no ocultan bajo ningún concepto, algo que podremos encontrar en películas posteriores como Boinas Verdes (1968, John Wayne y Ray Kellogg), Top Gun (1986, Tony Scott) o Cuando éramos soldados (2002, Randall Wallace).

James Coburn en La Gran Evasión
Por el contrario, el antibelicismo surge casi como un subgénero en sí mismo, pues asume un compromiso claro de denuncia y, mediante la exposición de los hechos, le da la vuelta al mensaje que se venía transmitiendo. Tenemos claros ejemplos, como Sin novedad en el frente (1930, Lewis Milestone), Adiós a las armas (1932, Frank Borzage), Senderos de gloria (1957, Stanley Kubrick) y Apocalypse Now (1979, Francis Ford Coppola). Todas ellas son vehementes alegatos en contra de la sinrazón de la guerra, a las que hay que sumar otras películas que poseen un mensaje también antibelicista, pero que se mantiene en segundo plano, en pos de la espectacularidad pirotécnica hollywoodiense, preocupadas más por el entretenimiento que por la carga ideológica de sus mensajes, pero no por ello de inferior calidad como El Puente sobre el río Kwai (1957, David Lean), La gran evasión (1963, John Sturges), Doce del patíbulo (1967, Robert Aldrich), Patton (1970, Franklin J. Schaffner) o Salvar al soldado Ryan (1998, Steven Spielberg).

De Niro en El Cazador
La crónica del regreso tras la guerra también ha sido una gran fuente de inspiración para muchos cineastas, atraídos por esos héroes incomprendidos por la sociedad, despojados de medallas y honores, sobre todo si la guerra en la que participaron acabó en derrota. Es el caso de Michael (Robert de Niro) en El Cazador (1978, Michael Cimino), un humilde trabajador de una fábrica que disfrutaba de la vida cazando y bebiendo con sus amigos y, tras servir en la guerra de Vietnam, su vida no volvería a ser la misma. El mismo tema es tratado en Los mejores años de nuestra vida (1946, William Wyler), Fred Derry (Dana Andrews) descubre, al volver de la guerra como su mujer le ha sido infiel durante ese tiempo, Al Stephenson (Fredric March) observa impotente cómo se ha perdido la infancia de sus hijos y Homer Parrish (Harold Russell) sufre las consecuencias de volver de la guerra con las manos amputadas. Todos ellos sufrirán la frialdad e indiferencia de una sociedad que ha vivido de lejos los acontecimientos de la guerra. De la misma manera es marginado Ron Kovic (Tom Cruise) en Nacido el 4 de Julio (1989, Oliver Stone), un joven voluntario lleno de ideales que regresa de Vietnam postrado en silla de ruedas y abandonado en un cochambroso hospital. Todos estos ejemplos representan a soldados caídos en desgracia, incapaces en la adaptación y reincorporación al sistema que les mandó luchar, situados en las antípodas del héroe patriota del cine pro-belicista, que viven atrapados en sí mismos, huyendo de los fantasmas del pasado y condenados a un final existencial trágico e inevitable.

lunes, 7 de febrero de 2011

Grizzly Man

Timothy Treadwell fue un ecologista que, para qué nos vamos a engañar, estaba como una cabra. Se hizo famoso por convivir durante trece veranos con los osos grizzlies de Katmai, en Alaska, y ser devorado junto con su novia por uno de ellos en 2003. Durante ese tiempo grabó una gran cantidad de material que más tarde usó el cineasta Werner Herzog para rodar el documental en cuestión.

Especialista en personajes obsesionados con una idea o un sueño, rayando la locura, no es de extrañar que Herzog se sintiera seducido por la figura de Treadwell. En Fitzcarraldo (1982), Klaus Kinski, su actor favorito, bordaba a un hombre cuya aspiración en la vida era montar una ópera en medio de la selva, llegando a transportar un barco por tierra y, en Aguirre, la cólera de dios (1972),  película no muy ligera precisamente, y de nuevo con Kinski, describía la suerte de la expedición del megalómano Lope de Aguirre, quien buscaba obsesivamente la legendaria ciudad de El Dorado.

La convivencia de Treadwell con los úrsidos, algunos con muy malas pulgas, no sólo consistía en acercarse lo máximo posible y hablar sobre ellos delante de la cámara, sino que en ocasiones llegaba a tocarlos, se bañaba y jugaba con ellos. Su rechazo a una sociedad con la que nunca consiguió conectar y el amor a la fauna de Alaska le empujaban a tomar esta filosofía en el trato animal, con los que se sentía verdaderamente feliz, una filosofía muy discutible que consistía en tomar a los animales, aun consciente de su peligrosidad, como si fueran personas, justificándola en su, más que afecto, adoración hacia los mismos y en la creencia de ser el protector y guardián de los osos, obviando a menudo la ferocidad de estos animales. Era como un niño que creía jugar con sus amigos los ositos, a los que incluso ponía nombres: Señor Chocolate, Tía Melisa, los zorros Ghost y Spirit... 

No obstante la mirada de Herzog no es ni mucho menos crítica con Treadwell,  a pesar de que muchos de los entrevistados sí lo sean, sino más bien indulgente y amable, incluso nostálgica ante su trágico final. El homenaje a un pobre loco que creía ser un oso. Por ello, Herzog recopiló una pequeña parte de las grabaciones de Treadwell para rodar el documental, y así mostrar al mundo no sólo su verdadera personalidad, sino transmitir las bellas y casi mágicas escenas que consiguió grabar y su mensaje profundamente ecologista.

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