jueves, 20 de diciembre de 2012

El Hobbit: Un viaje inesperado

Peter Jackson regresa a la Tierra Media para adaptar El Hobbit, la novela de aventuras que precedía y adelantaba ciertos aspectos que cobrarían mayor importancia en la trilogía épica publicada en 1954, diecisiete años después, El Señor de los Anillos. El Hobbit cuenta cómo Bilbo Bolsón se une a Gandalf y a una compañía de enanos encabezada por Thorin Escudo de Roble para recuperar Erebor, la Montaña Solitaria, en manos del malvado dragón Smaug, y de cómo Bilbo encontró el Anillo Único, eje sobre el que gira la trama de El Señor de los Anillos.

Esta adaptación es bastante fiel al libro, más que El Señor de los anillos, pero no por ello mejor que cualquiera de las películas de la trilogía. Esta fidelidad no se debe a un mayor aprecio por la novela de El Hobbit. Jackson decidió, con un afán meramente recaudatorio, adaptar un relato de 300 páginas en tres películas de casi tres horas cada una, mientras que la novela El Señor de los Anillos cuadruplica esta extensión. De ahí que El Hobbit cuente cada pasaje de la novela con pelos y señales, recreándose, estirando la historia, mientras que en la trilogía se echa en falta a Tom Bombadil, Glorfindel, Ghan Buri Ghan y tantos otros personajes que enriquecen la novela. No obstante, no creo que El Señor de los Anillos sea una mala adaptación cinematográfica. Al revés. Es bastante buena, de hecho creo que mejor que El Hobbit, pues Jackson mete el tijeretazo a episodios y personajes que adornan la historia, pero ni son determinantes ni aportan nada relevante a la trama y, además, ralentizarían el ritmo y lo harían sólo soportable para aquellos que son muy fans de la saga. 

El Hobbit no obvia ni un sólo punto ni una coma, y ese es su gran defecto. Es la película hecha por un freak para los freaks de Tolkien, ávidos por ver en pantalla cada parte del libro, cada personaje, cada detalle. A Jackson no parece importarle el espectador medio, ni el cinéfilo, sólo las hordas de incondicionales que se disfrazan de enanos para ir al cine. Esta pretensión por la "adaptación perfecta" queda deslucida cuando te olvidas de los personajes, de su desarrollo, de que no sean planos e inútiles. ¿Quién es Bifur? ¿Quién es Óin? ¿Y Glóin? Queda deslucida cuanto te olvidas de la estructura narrativa, de darle una coherencia a cada escena. ¿Es necesaria la escena de los gigantes de piedra? ¿Es necesaria la presencia de Galadriel?. Y, sobre todo, queda deslucida cuando te obsesionas por la espectacularidad y la pirotecnia. Acción no es sinónimo de ritmo, y menos si esta acción no es verosímil. No sirve escudarse en que El Hobbit es un film de aventuras y fantasía para dar carta blanca al "todo vale". ¿Acaso no es lamentable cómo Elrond descifra el mapa de Thorin? ¿Y cómo el episodio de las Montañas Nubladas se convierte en un parque de atracciones lleno de carambolas y piruetas absurdas? Tan reprochable como el patinete de Legolas. O ver a los elfos en el Abismo de Helm.

Salva los muebles Bilbo (Martin Freeman), un personaje mucho más interesante que Frodo, interpretado por un actor con una particular vis cómica y con mucho más recursos, y la desternillante escena de los acertijos, con el siempre genial Gollum (Andy Serkis). También Thorin (Richard Armitage), Balin (Ken Stott) y, cómo no, Gandalf (Ian McKellen). Son personajes con un fondo y una forma, un pasado y un objetivo, sabes qué es lo que los mueve, por qué y hacia donde van.
La música de Howard Shore es reiterativa, excepto por la nueva canción de los enanos, pero necesaria, pues El Hobbit y El Señor de los Anillos comparten personajes identificados con determinados temas de la banda sonora.

Definitivamente, es una película fallida. No defraudará a los fans, pues está todo en ella, pero el espectador menos familiarizado se perderá entre tanto enano y tanto ir y venir, y el más exigente no tolerará un guión lleno de licencias, personajes superfluos y escenas intrascendentes.

Martin Freeman es Bilbo Bolsón
Ian McKellen es Gandalf
Richard Armitage es Thorin
Ken Stott es Balin
Andy Serkis es Gollum

lunes, 17 de diciembre de 2012

Federico Luppi

O la mirada honesta

El gesto severo y el lento parpadeo de quien está cansado de ver siempre lo mismo. La expresión amarga del que ha bailado abrazado a la desilusión más de un tango, proyectada a través de una boca mustia que sobrevive, modesta, bajo un solemne mostacho. Cabellera blanqueada por las nieves del tiempo, frente marchita y mirada limpia. Federico Luppi (Ramallo, Argentina. 1936) es el retrato vivo de un país, de una época y de una manera de hacer cine.
Tomó contacto con el mundo de la actuación de forma azarosa cuando estudiaba dibujo y escultura, a través de unos compañeros que tenían un grupo de teatro, y desde entonces no ha parado. Se cuentan en torno a 70 películas desde aquel debut en Pajarito Gómez (Kuhn, 1964) al que siguió su primer protagonista en El romance del Aniceto y la Francisca (Favio, 1966) que sentaría las bases de una exitosa carrera cinematográfica. El prolífico actor argentino, ha compaginado durante su extensa trayectoria tanto el cine, como la televisión y el teatro, y cuenta además con una incursión en el mundo de la dirección.

A día de hoy, Luppi es una marca en sí mismo. Un certificado de calidad que comenzó a fraguarse allá por los años '70 en sus primeras colaboraciones con el director Héctor Olivera, y que le llevó a la cima del cine nacional en los '80 siendo la cara habitual de una vertiente social que trataba de reflejar la profunda inestabilidad política y económica de la Argentina de la época. En 1981 se encuentran, para nuestra suerte, dos talentos sin parangón en el cine hispanoamericano. Adolfo Aristarain en la dirección - otro que bien merecería una entrada en exclusiva - y Federico Luppi en la interpretación, iniciando una unión que se consolidaría a lo largo de los años dejándonos títulos memorables. En este caso, el tándem nos lega una de las joyas del cine argentino, Tiempo de revancha (Aristarain, 1981), en la que un Luppi mudo, deja sin palabras a la audiencia con su despliegue de talento. A este título le seguirán otros no menos imprescindibles de esta primera "edad dorada" de su carrera como Últimos días de la víctima (Aristarain, 1982), Plata dulce (Ayala, 1982) o No habrá más penas ni olvido (Olivera, 1983).
De Grazia y Luppi en Tiempo de revancha
A partir de aquí, el actor argentino desarrollará una carrera sensacional y constante, a pesar de los altibajos en la calidad del material que le llega. Destaca la versatilidad y el cambio de registro que ofrece en algunas películas españolas de los noventa como Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto (Díaz Yanes, 1995) o de principios de siglo como El espinazo del diablo (Del Toro, 2001). Pero entre la ingente cantidad de trabajo es de justicia resaltar con letras de oro tres grandes cintas que están por derecho propio entre las mejores del cine hispanoamericano de todos los tiempos y que, no por casualidad, pertenecen a un mismo director. 

La primera de ellas es un genial retrato de la vida misma que nos remite a lo esencial con esa naturalidad y ese equilibrio que sólo unos cuantos consiguen en pantalla. Un lugar en el mundo (Aristarain, 1992) es un cofre de emociones custodiado por tres titanes de la actuación: José Sacristán, Cecilia Roth y el que nos ocupa. Este cuento de ilusión y pérdida, esta dialéctica de las grandes ideas, es atemporal por su rigor y se agarra a la realidad a través de algo tan argentino y tan de todas partes como es la nostalgia.
Poncela y Luppi en Martín (Hache)
El segundo gran relato es Martín (Hache) (Aristarain, 1997). Posiblemente la más intensa, la más excesiva y la más rotunda de las tres. No necesariamente la mejor. En esta ocasión Luppi se desata y se desnuda en pantalla alcanzando unas cotas de "verdad" que sobrecogen. Acompañado de un extraordinario Eusebio Poncela y de dos estupendos Cecilia Roth y Juan Diego Botto, la cinta se erige con inusual fuerza sobre un sólido guión que hace las delicias del "respetable".
La tercera en discordia no es otra que Lugares comunes (Aristarain, 2002), en la que el ramallense nos regala una descripción sosegada, madura y calmada de un hombre de vuelta de todo. Con el habitual desengaño de los personajes del director porteño, el pesimismo que provoca un país que parece afectado por una enfermedad crónica y los conflictos personales que ello genera, Luppi dibuja pinceladas de amor verdadero, trazos de dignidad y nobleza coloreadas con el estoicismo lúcido con que nos nutre el paso del tiempo en una circunstancia hostil.

Quizás por un afán de desmitificación, quizás por la modestia congénita que le caracteriza, el maestro argentino siempra ha huido de esa concepción sofisticada y sesuda del oficio de actor. Luppi parece vivirla más como una actividad artesanal, huyendo del trance y la reflexión intelectual para configurar sus personajes a través de la simple empatía con la historia que se cuenta, la propia sencillez o el puro esfuerzo.
Es un actor de raza, de tripas. Una turbina sigilosa que remueve dentro de sí la materia interpretativa y la despide en pantalla con una fuerza, una cadencia y una naturalidad excepcionales.

Sin duda, uno de los grandes nombres del cine hispanoamericano y, siendo más justos, "del lado de acá, del lado de allá y de otros lados".


Adolfo Aristarain y Federico Luppi en el rodaje de Lugares comunes

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Bandas Sonoras: Into the Wild

Alaska. Fría e inhóspita. Salvaje. El rincón perdido y más alejado del continente americano. El lugar elegido por Chris McCandless (Emile Hirsch) para encontrarse a sí mismo y alcanzar una vida plena. El lugar elegido para huir de esa sociedad que, según él, le oprime como individuo. El hombre frente a la naturaleza. Y frente a él mismo. Como en un cuento de London. Como en La Hoguera.

La potente voz de Eddie Vedder (Pearl Jam) y los acordes del primer track, Settin Forth, animan y transportan a nuestra imaginación a ese lugar idílico, paradisiaco, un golpe optimista y enérgico en el estómago para afrontar cualquier reto. En No Ceiling, aparecen los fantasmas de la temida soledad. La vida es un cúmulo de decisiones, y este tema habla del miedo a las consecuencias, del viaje iniciático de Alexander Supertramp (alias de McCandless) a lo desconocido, del abandono de una vida encarrilada. Adiós novia, adiós amigos, adiós familia, adiós sociedad. 


I leave here believing more than I had
And there's a reason I'll be, a reason I'll be back

Pero en el tercer track, Far Behind, Vedder vuelve a rugir con toda su fuerza para mostrarnos que los estados de ánimo son como una montaña rusa. Quizás McCandless no sepa cuál ha sido el estimulo para que el deseo aplaste al derrotismo, pero su camino continúa a paso firme y a ritmo del rock de Far Behind, aunque el desaliento esté a la vuelta de la esquina. Tal es así que en Rise profundizamos en ese sentimiento de melancolía del que nos previno No Ceiling, esta vez con un bello contraste entre una sutil mandolina y Vedder en toda su gravedad. 

Imagina cómo fueron los años que Thoreau vivió en el bosque, sin dinero, sin nada que no fuera necesario para la supervivencia, sin lujos. Tan sólo un viejo autobús donde resguardarse del frío y sus manos para tomar lo que la naturaleza le da. Hard Sun es la canción que mejor capta el espíritu libre de McCandless, que mejor habla de su anhelo por tener una vida completa, de abandonar la burbuja para conocer el exterior, la naturaleza, el mundo en su estado más puro y primitivo.

When I walk beside her
I am the better man
When I look to leave her
I always stagger back again

Y Society, la razón por la que toma ese camino. El materialismo, la superficialidad de nuestras vidas. Para McCandless la sociedad está vendida, nuestro mundo no se puede cambiar, ha muerto, es el árbol que nos impide ver el bosque. Para vivir hay que huir. Y vivir en el último reducto virgen donde el hombre no ha pisado para corromperlo.

Society, you're a crazy breed
Hope you're not lonely without me...



Soundtrack completo


sábado, 8 de diciembre de 2012

Lars von Trier

O la soledad del paria

Esperpéntico, ególatra, pretencioso, misógino, altivo, revolucionario, provocador, fraude absoluto, genio absoluto...Probablemente nada de ello, y posiblemente todo ello y más.
Lars von Trier es un director ensimismado con su creación, de cuyas palabras no puede deducirse nada medianamente lógico, especialmente si tiene el día juguetón. Es por esto que tanto detractores como defensores se mueven también entre el castigo extremo y la alabanza desproporcionada. La única forma de disfrutar sin reservas de la obra de un autor esencial como el danés es abstraerse de ese personaje caprichoso e infantiloide que se ha reservado para sí mismo. Aun siendo tremendamente - sospecho que también intencionadamente - contradictorio en sus declaraciones, su cine deja entrever una cierta continuidad en lo narrativo, no así en lo formal, que nos permite acercarnos mejor al conjunto de su obra.

La filmografía de Von Trier se puede articular - a grandes rasgos - en torno a tres trilogías y una depresión. La primera de ellas es la trilogía sobre Europa - El elemento del crimen (1984), Epidemic (1987) y Europa (1991) - en la que el joven director da muestras de un profundo afán de experimentación. Destaca ésta última, un original retrato de la Europa de posguerra en la que resulta fascinante su dominio sobre los elementos que le ofrece el medio cinematográfico.
Desde el cine de sus primeros momentos ya se adivinan varias de las constantes del danés a lo largo de su carrera. La pretensión de controlar tanto la obra como lo que ésta transmite, una profunda necesidad de reinvención narrativa - y por encima de todo, formal - y un enorme pesimismo hacia el ser humano.
La segunda de sus trilogías - "Corazon dorado" - marca un antes y un después en su madurez como realizador. Se inicia tras la aparición de "Dogma 95", movimiento vanguardista que terminará quedando en agua de borrajas más por el incumplimiento de sus propios creadores que por su validez intelectual. Resulta más una pose que una verdadera declaración de intenciones. Con la estupenda Rompiendo las olas (1996), se produce una especie de ensayo de este nuevo tipo de cine que se verá reflejado de manera más rigurosa en Los idiotas (1998) y quedará reducido a cenizas con Bailar en la oscuridad (2000) donde Von Trier vuelve a reinventarse con una particular visión del género musical sirviendo como marco para un drama verdaderamente magistral que le valió la Palma de Oro en el Festival de Cannes.
En todas ellas, el director nos muestra una naturaleza humana hipócrita, despiadada y movida por el interés. Un desierto falto de empatía en el que, excepcionalmente, florecen seres llenos de honestidad que a pesar de su derrota social, alcanzan una victoria moral absoluta. Sus heroínas abundan en un martirismo de ecos dreyerianos llevado al exceso, en el que algunos han querido ver una misoginia casi patológica.
La condena del director danés a la sociedad actual es una condena sin paliativos. Rodea a sus heroínas de personas tan válidas y sensibles, como cobardes y débiles. Son una representación de la falta de esperanza y compromiso que transmite aquél que puede y no quiere. El danés le reconoce a la humanidad la capacidad pero le niega la voluntad. Esa interpretación maniquea de la conducta humana le lleva, a menudo, a forzar el comportamiento de sus personajes para resaltar sus miserias.

En este punto se inicia su trilogía sobre los Estados Unidos - "América, tierra de oportunidades" - que cuenta únicamente con dos cintas hasta la fecha - la tercera ni está, ni se la espera - porque Lars, amigos, es así de especial. Personalmente no me interesa demasiado si el director pretende dar una visión peyorativa sobre un país que ni siquiera ha pisado. Tampoco si Von Trier decidió iniciar una cruzada contra el Imperio, pero lo que si es cierto es que el resultado en su primera entrega - Dogville (2003) - es sobresaliente.
Y es sobresaliente porque la obra trasciende su intención inicial y deriva en un relato universal sobre el comportamiento humano en el que las Montañas Rocosas terminan por convertirse en una mera anécdota para dejar paso a lo esencial. Con una puesta en escena teatral y una narración de tono fabulístico, el "paria" se toma la revancha. Los últimos treinta minutos de Dogville tocan el cielo.
Su segunda y celebrada entrega - Manderlay (2005) - pierde, en mi opinión, el peso de la primera, resulta más irregular y deja menos poso a pesar de ser una propuesta interesante.
Y es entonces cuando llega el nubarrón, el danés cae en una profunda depresión después de rodar la interesante comedia El jefe de todo esto (2006) y a través de la bruma, emerge con un monstruo llamado Anticristo (2009), de una pulcritud visual insólita en su obra precedente, con momentos soberbios que terminan naufragando en un mar de referencias y simbolismos. Aquí el exceso se desata y termina por remover más estómagos que conciencias. 
Su última película - Melancolía (2011) - es seguramente su película menos personal en cuanto al riesgo de la propuesta, pero viene a constatar que el director danés no es un sabueso creativo de pega, sino un hiperactivo buscador de nuevas vías. Melancolía continúa la estela formal de Anticristo, la mejora y la lleva al terreno de la lírica con resultados más que notables. 

Lars von Trier ha demostrado ser, por todo ello, un director de sobrado talento con una personalidad desbordante y un estilo inquieto. Establece las premisas y modela las historias a su antojo para poder transmitir aquello que tiene en mente, sin importar demasiado el medio.
Es un tramposo genial. Pero, al fin y al cabo, todo discurso conlleva un argumento y todo argumento contiene una trampa.

Y Lars, hoy por hoy, es el rey del discurso.

Lars von Trier en el Festival de Cannes


martes, 4 de diciembre de 2012

Ry Cooder: El Latido del Sur

Podríamos hablar de folk americano y mencionar a grandes hitos como Neil Young, Fred Neil o John Fahey, pero sería un pecado casi imperdonable que en esta hipotética conversación no saliera a colación el nombre de Ry Cooder, un músico que hizo grandes aportaciones a la música americana, no sólo al folk, también al rock y al blues, desde que debutara con Captain Beefhart y colaborara con Taj Mahal o The Seeds en los años sesenta. Y si además hablamos de la cultura musical estadounidense unida al cine el pecado sería aún mayor.

Sin duda, su faceta como compositor de bandas sonoras se hizo conocida gracias a la película París, Texas (1984, Wim Wenders), una road movie ambientada en el desierto tejano en la que sólo su genio y maestría en el slide podían reflejar qué era la arena, el calor y la soledad de un hombre en semejante páramo. Además, el tema principal de la película alcanzó gran popularidad en España gracias al programa de televisión Documentos TV, que utilizó la canción como sintonía de cabecera. 

Pero el sur no sólo es desierto y cáctus, también es pantano, cocodrilos y cajunes, y qué mejor sonido que el de Ry Cooder para ambientar La Presa (1981, Walter Hill), una historia enmarcada en el bayou de Louisiana, en la que Keith Carradine y Powers Boothe se verán acorralados por un grupo de violentos cajunes, y con la que Cooder se convertiría en uno de los compositores favoritos de Walter Hill para expresar ese cine tan personal y americano. Southern Comfort, la canción principal de la película (y nombre original del film), muestra sin tapujos ese sello personal que resultaría premonitorio del éxito de París, Texas.

Mención especial merece su trabajo como productor en otra obra de Wenders, el documental Buena Vista Social Club (1999), toda una demostración de como su música traspasa fronteras, de un gusto y un estilo variado, versátil, que va más allá de la música tradicional estadounidense. En este homenaje al son cubano, disfrutamos de la compañía de músicos de la talla de Compay Segundo, Elíades Ochoa, Ibrahim Ferrer y Rubén González. El resultado, amén del documental, fue la edición de un álbum con la colaboración de Cooder y dos conciertos en Amsterdam y Nueva York, interpretando clásicos como Y tú que has hecho, Dos Gardenias o Chan Chan.

Filmografía Selecta

Performance (1970, Nicolas Roeg)
Forajidos de Leyenda (1980, Walter Hill)
La Presa (1981, Walter Hill)
Calles de Fuego (1984,Walter Hill)
París, Texas (1984, Wim Wenders)
Cocktail (1988, Roger Donaldson)
Johnny Guapo (1989, Walter Hill)
Gerónimo, una Leyenda (1993, Walter Hill)
El Último Hombre (1996, Walter Hill) 
Buena Vista Social Club (1999, Wim Wenders)

sábado, 1 de diciembre de 2012

Lo que queda del día


O el precio del silencio

¿A qué profundidad se puede enterrar un sentimiento para mantener un discurso interno coherente con el paso del tiempo? ¿Años? ¿Décadas? ¿Toda una vida? Experimentar el desasosiego de descubrir que se han tomado las decisiones equivocadas, encarar esa terrible pérdida, reencontrarte con ese sufrimiento, tomar el té con él y marcharte sin modificar el gesto. No se me ocurre una mejor definición de drama.
Ese nudo en la garganta que la circunstancia no te permite desenmarañar. Una lástima. Otra vez esa sensación de estar cerca de hacer algo verdadero por una vez en la vida y otra vez el desencanto que sucede al fracaso, acrecentado por un deseo alimentado durante años.
¿Así es la vida? Así de puta puede llegar a ser.

"Lo que queda del día" (James Ivory, 1993) cuenta la historia del Sr. Stevens, un impecable mayordomo al servicio de Lord Darlington (James Fox) durante el periodo que separa a los dos grandes conflictos bélicos del s. XX. La historia se nos narra a través de dos hilos conductores que se entrelazan. El primero de ellos nos sitúa a finales de los años '50 cuando el Sr. Stevens realiza un viaje de reencuentro con su propio pasado, y el segundo es un largo flashback que nos relata la vida en la mansión inglesa durante el período de entreguerras a través de los ojos del mayordomo y su ama de llaves. Como telón de fondo se asiste a importantes reuniones diplomáticas en las que se dilucida el futuro de Europa y del mundo.
Ivory nos ofrece una realización tan elegante y contenida como el propio personaje protagonista. Narrada con gran pulso, las historias presente y pasada se funden en el momento adecuado para generar un clímax que resulta natural, nunca impostado. La cinta cuenta, además, con la fantástica banda sonora de Richard Robbins que genera una atmósfera de incertidumbre muy lograda y subraya con acierto los momentos cumbre.

Miss Kenton y Mr. Stevens
Tanto Anthony Hopkins como Emma Thompson nos brindan dos interpretaciones verdaderamente magistrales. En el caso del actor galés, bien podría tratarse de su mejor trabajo y eso son palabras mayores. Ambos son personajes con un exacerbado sentido del deber – llevado al extremo en el caso del mayordomo – herméticos y sin vida personal. Se puede divagar en torno a la cobardía del Sr. Stevens, achacar su frialdad a la falta de agallas, pero la sensación que termina dejando su personaje es la de un ser humano que no conoce esa forma de comunicación íntima.
¿Qué ocurre cuando el "lenguaje" aprendido no está habilitado para expresar sentimientos? ¿Cómo se cuenta una historia de amor a través de personajes que sólo conocen ese "lenguaje"?
"Lo que queda del día" es una muestra única. Consigue manifestar torrentes de pasión a través de un silencio, una palabra no dicha, una mirada esquiva o una mano huérfana. Es la sublimación del subtexto.

La abdicación sentimental del protagonista en pos del deber engarza con la renuncia a la defensa de una ética individual en el terreno político del que es testigo directo. Una autonegación en ambas esferas que con la perspectiva del tiempo termina por hacer mella en su conciencia.
A lo largo de la cinta queda patente la idea de que arrastramos nuestras decisiones durante toda la vida, que no hay posibilidad de desandar lo andado y que sólo queda reconciliarse con uno mismo o padecer. La madurez y el paso del tiempo le ofrecen al protagonista la posibilidad de aceptar los propios errores y absorberlos. Lo más amargo del drama – y también lo más digno – es agachar la cabeza, reconocer aquello que no supo hacerse y seguir adelante. Lo que queda de vida se puede caminar con ese halo de integridad que te proporciona el autoconocimiento, pues la constatación de una intuición larvada es siempre un desahogo.
El epílogo simbólico de la cinta supone un ejercicio de estilo que, en opinión de un servidor, la corona como una de las obras imprescindibles de los '90.

Y – qué coño – además sale Supermán.

Anthony Hopkins es James Stevens
Emma Thompson es Miss Kenton
Christopher Reeve es Jack Lewis


James Fox es Lord Darlington




 

martes, 27 de noviembre de 2012

Skyfall

James Bond vuelve con Skyfall (Sam Mendes, 2012), un cóctel cargado de acción con todos los ingredientes que hicieron famosa a la saga desde que Sean Connery se enfundara el traje de 007 hace cincuenta años, allá por el 62. Esta vez, el agente secreto al servicio de su majestad (Daniel Craig) tendrá que hacer frente a un terrorista, antiguo miembro de la inteligencia británica, llamado Raoul Silva (Javier Bardem), que amenaza con destruir el MI6. Además, las decisiones de M (Judi Dench) mermarán la vieja amistad que le une con su mejor agente, hasta tal punto de ponerlo contra las cuerdas.

Las calles, los tejados y el Gran Bazar de Estambul serán los protagonistas de una persecución que, a pesar de no ofrecer ninguna nota discordante respecto al estilo de la saga, ni para bien ni para mal, al menos constituye un prometedor arranque dentro del más puro entretenimiento, entendido éste en el mejor de los sentidos.

El Bond que ofrece Daniel Craig, en la línea de las dos predecesoras, no es tan diferente al resto de Bonds. Vale que es rubio y más basto que un bocadillo de cemento, pero el traje le sienta bien, es decir, es elegante en el vestir a pesar de las maneras, hay una chica Bond (Bérénice Marlohe), es el mejor agente del MI6 aunque odie su trabajo y la acción está siempre servida. Por tanto, se mantienen los elementos básicos pero aportando novedades a una saga que, ante el afán y la enorme demanda de nuevas aventuras, necesita constantemente reinventarse, pero siendo fiel al Bond primigenio.

No obstante, para una película que se sustenta en la acción y un guión demasiado sencillo que no da pie a desarrollar ningún tipo de subtramas, el resultado queda lastrado por una duración excesiva que invita, por momentos, al aburrimiento, a pesar del inicio y de un digno Daniel Craig. Por otra parte, la interpretación de Bardem es excesiva y llena de tics que resultan cargantes. Bardem no es Al Pacino, le van mejor personajes intimos y comedidos como el Ramón Sampedro de Mar Adentro o siniestros como el Anton Chigurh de No es País para Viejos.

Sin embargo, ese final  con Bond, M y Kincade (Albert Finney) atrincherados en la vieja casa de campo y rodeados de enemigos vuelve a despertar el interés. Un poco tarde quizás, pero se agradece, pues al menos deja el regusto de haber visto una película de James Bond decente, no de las mejores, pero decente.

Daniel Craig es James Bond
Javier Bardem es Raoul Silva
Judi Dench es M
Albert Finney es Kincade
Bérénice Marlohe es Sévérine




viernes, 23 de noviembre de 2012

Mátalos suavemente

 O el deseo de "matar al padre"

Esta película no es lo que suponías. Si ya la has visto, lo sabes. Si aún no la has visto, lo sabrás pronto. En Mátalos suavemente (Andrew Dominik, 2012) no hay sofisticación narrativa, no hay diálogo ágil, no hay atmósfera absurda. Se puede ver a Scorsese en negativo, a Tarantino en cámara lenta y a los hermanos Cohen asomando tímidamente la cabeza en momentos puntuales.
No tiene ni el peso ni la solidez de las líneas maestras del neo-noir - un género más que configurado en sus diversas variantes - pero basa toda su apuesta en una nueva vuelta de tuerca al género cuyo pilar es principalmente alegórico.
¿Neo neo-noir? ¿neo-noir crítico? Manierismo sobre manierismo en cualquier caso.

La película es una enorme efigie de una sociedad en crisis, ambientada en una ciudad cualquiera de los Estados Unidos, cuya esencia, sin embargo, es extrapolable a cualquier parte. Es un retrato sórdido de un sistema decadente, cruel y patético que convierte a todo el que no acepta el juego con perspectiva y frialdad en un individuo decadente, cruel y patético.
La distancia que separa al púlpito de la realidad, a los dirigentes de los dirigidos, se refleja en la disonancia entre la limpieza del discurso político de Obama y McCain - presente durante toda la película - y la suciedad de la calle. El subterfugio retórico como norma, inundando de forma intencionada todo el metraje. El tratamiento musical contribuye, con ironía certera, a colorear el cuadro. Destacan los momentos musicales "años '50" que envuelven la línea argumental de los rateros.
Bob Mendelsohn (izqda.) y Scoot McNairy (dcha.)
Por otro lado, la trama es exageradamente simple, reducida casi al terreno de la anécdota. No es más que una estructura secundaria, un armazón sobre el que erigir la metáfora. De este modo, no resulta relevante si pillan a los dos desgraciados que asaltan la timba, ni quién lo hace. No interesa mucho si Gandolfini realiza o no su trabajo, o si Pitt cierra el círculo. No importa el devenir, importa la foto fija.
Y es precisamente ese órdago el que determina el mérito de la cinta. Si algo ha demostrado la historia del cine es que con mayor o menor repercusión, con mayor o menor acierto, la apertura de nuevas vías narrativas son siempre necesarias. Es preciso superar lo establecido para continuar avanzando. Es valiente pretender reconfigurar un estilo o trascenderlo cuando además se tienen los mimbres para intentarlo. Es arriesgado mostrar la crisis actual a través de un "colectivo" asociado al lujo y el exceso como es el del crimen organizado. Quizás el drama social sería el marco natural para desarrollar este tipo de historias, la pequeña tragedia individual frente a una injusticia global. Y sin embargo Andrew Dominik demuestra que es posible mezclar intenciones, atacando frontalmente las bases de un género que, a priori, nada tiene de crítico y revelando al unísono, de forma sutil y cómica, el ocaso global de nuestra era.

A pesar de ello el resultado es agridulce. No contribuye en nada la promoción que se ha hecho de la película, pues insinúa todo lo que arrebata. Te ofrece a Brad Pitt, mafiosos charlatanes, una chupa de cuero y una recortada. Es decir, vende precisamente aquello que pretende dinamitar.
La película puede llegar a derrumbarse porque lo que promete nunca termina de llegar. Un riesgo innecesario teniendo en cuenta que el planteamiento es suficientemente jugoso como para necesitar otros alicientes.
Un par de concesiones técnicas de Dominik de cara a la galería sostienen la falsa promesa a la vez que le restan valor a una propuesta verdaderamente audaz. Hay que tener coraje para apostar por el riesgo y sólo por el riesgo, pero no se debe jugar a dos bandas.
No obstante es posible que con el tiempo, a medida que la película se vaya desvinculando del entramado comercial y envejezca, se acentúen sus virtudes y se relativicen sus pecados.

Cúpulas del crimen corporativas e invisibles, mercados exprimidos y modestos, botines frugales. Representantes legales fuera de contexto. Yonquis persiguiendo el sueño americano y sicarios con problemas de alcoba y diván de primer orden - la elección de Gandolfini no es casual -.
Entre toda la manada se alza la imponente figura del hipnótico cabronazo pragmático al que le gusta matar suavemente y desde lejos. Como al sistema.
Sin implicaciones, sin empatía.

Brad Pitt es Jackie Cogan
James Gandolfini es Mickey
Ray Liotta es Markie Trattman

sábado, 17 de noviembre de 2012

Sin Perdón

Clint Eastwood puso fin a su idilio con el western con Sin Perdón (1992), donde una vieja gloria del far west, Will Munny (Eastwood), marcada por las estrecheces económicas acepta una última misión: vengar a una prostituta que ha sido maltratada.

Este punto de partida sirve a Eastwood de excusa para dar carpetazo al paradigma dominante que él mismo se encargó de construir. En este sentido, la película es revisionista, porque toca las estructuras del género, y también, desmitificadora. ¿Por qué? Porque Will Munny y su amigo Ned Logan (Morgan Freeman) se encuentran en el ocaso de sus vidas. Son continuas las referencias a un pasado común, violento y lleno de éxitos, en el que ambos se encontraban en plenitud de facultades. Ahora Munny es viejo, torpe, incapaz de montar a caballo ni disparar a un blanco fijo a diez metros de distancia. En este sentido, es una película con pinceladas de western crepuscular, en la que sobrevuela esa idea de fin de ciclo, de cerrar una etapa.

Para profundizar en esta idea alejada de los héroes de una pieza, se les unirá Scofield Kid (Jaimz Woolvett), un joven ansioso por aparentar aquello que no es y ocultar sus defectos, pero será incapaz de engañar al viejo zorro de Ned, quien le lanzará perlas como:

"No hay ningún halcón Kid, no ves una mierda ¿verdad?"

Little Bill (izqda.) y Bob el Inglés (dcha.)
También Bob el Inglés (interpretado con la maestría que le caracteriza a Richard Harris) es un personaje muy revelador en este sentido, pues aparece como un pistolero legendario, de excelente porte y gran orador, acompañado de su biógrafo personal, del que se cuentan miles de hazañas, pero que no resultan ser tales. Gene Hackman (Little Bill) es el déspota y sádico representante de la ley, encargado de patear y humillar a Bob el Inglés y descubrir la farsa, hasta dejarlo por los suelos y expulsarlo del pueblo.

Otro aspecto novedoso que ofrece Eastwood dentro de sus westerns es la violencia en su justa medida. En otras películas como El Fuera de la Ley, Infierno de Cobardes y, sobre todo, en los spaguettis con Sergio Leone, la muerte era casi un fin en sí mismo. Sin embargo, en Sin Perdón, son contadas las escenas de violencia, hasta tal punto que reserva casi toda la pólvora para el estallido final. 
De este modo, Eastwood concluye brillantemente su relación con el western, desmontando el mito que a lo largo de su carrera concibió, firmando una obra cumbre del género capaz de finiquitar una corriente, un estilo, para sepultarlo de por vida o, quizás, abrir una nueva vía, como ya hiciera John Ford con El Hombre que Mató a Liberty Valance.

Clint Eastwood es William Munny
Morgan Freeman es Ned Logan
Gene Hackman es Little Bill
Richard Harris es Bob el Inglés
Jaimz Woolvett es Scofield Kid


martes, 4 de septiembre de 2012

Siempre viendo el lado positivo de la vida


Cuando vi este vídeo por primera vez no reí, ni siquiera sonreí, sólo pude emocionarme, y aún hoy, después de verlo infinitas veces sigo haciéndolo. Esa filosofía vital tan evidente pero a la vez tan digna y admirable que lleva consigo el título de la canción, es la que siempre mostraron los Monthy Python en sus películas, sketches y apariciones en televisión. Reírse de la vida, de lo bueno y lo malo, de la gente, de sí mismo y de todo sin complejos y con mala leche, y quien se ofenda ajo y agua, como tiene que ser. Acotar esta idea sólo al apartado profesional tiene su mérito, pero lo que verdaderamente les hace grandes es llevar esta filosofía a la vida real. 
Este homenaje a Graham Chapman en su funeral no deja duda de ello, de la incorreción política, del humor y del vitalismo de los Monthy Python, que les lleva a reírse de la muerte y de tomarle el pelo, por qué no, a su amigo fallecido. Graham seguramente hubiera hecho lo mismo. 
Así son ellos y ojalá todas las despedidas de los amigos fueran así. Tan emocionantes, tan bonitas, siempre viendo el lado positivo de la vida. Y de la muerte. 



lunes, 13 de agosto de 2012

Prometheus

A pesar de los grandes defectos de Prometheus, me gustó. Y no precisamente por una premisa ridícula. Unos arqueólogos interpretan, al estudiar unas pinturas rupestres sin conexión alguna, que las culturas que las hicieron querían indicar la ruta hacia un lugar del universo. Y no sólo eso. El planeta en cuestión es donde moran los creadores del ser humano. Una conclusión cogida por los pelos, sin duda. Es una base poco consistente, pero asumiendo que es ciencia-ficción y puede tener ciertas licencias, y obviando que toda película tiene que tener unos presupuestos mínimamente coherentes se puede dejar pasar. No sería la primera vez. 

Tampoco se sostienen ciertas actitudes de supuestos científicos que, por crear tensión o interés en algunas escenas, se comportan como si no lo fueran, por lo que la falta de credibilidad anula inevitablemente la lógica de la película, mostrando las vergüenzas de un guión contradictorio.
Otro aspecto que no entiendo, mucho más soportable por supuesto, es porqué elegir un actor joven como Guy Pearce (Memento, L.A. Confidential) para interpretar el papel de un anciano. No es que el maquillaje sea determinante en una película, pero si no es bueno se nota. ¿Por qué no interpreta ese papel un actor acorde a la edad? Sus motivos tendrá Ridley Scott (Blade Runner, Alien), pero no los comparto.

A parte de todos estos argumentos, que no son pocos, hay aspectos de la película que sí me parecen positivos. El personaje de Michael Fassbender (Shame, Malditos Bastardos) es excelente y está bien desarrollado, el que más, nada maniqueo para un elenco lleno de personajes planos, y se comporta acorde a sus intereses. Además, está cargado de pequeños detalles, como su pasión cinéfila por Lawrence de Arabia, que enriquecen al personaje y meten a uno fácilmente en el bolsillo. La interpretación de Idris Elba (The Wire, Thor) tampoco está mal, más por su carisma y su capacidad para imprimir al personaje la fuerza necesaria que por el potencial del personaje. Seguramente un actor de menos categoría hubiera pasado desapercibido. 

A lo mejor resulta obvio, y que por el nivel técnico de muchas películas actuales pueda darse por sentado, pero visualmente la película me parece impecable. Scott es un esteta y todas sus películas, hasta la más mala, posee un acabado irreprochable. En ese sentido Prometheus es un gustazo. No sé si estos argumentos, a la hora de ponerlos en una balanza, son de suficiente peso como para decir que una película te gusta y defenderla, en su justa medida claro, pero esa es la sensación que me dejó al final y, si hay secuela como dicen, no me la perderé. Seguro.

Ridley Scott y Noomi Rapace

Michael Fassbender
Idris Elba

Guy Pearce

jueves, 9 de agosto de 2012

Robin y Marian

Ni la versión de Kevin Reynolds con Kevin Costner (Robin Hood, Príncipe de los Ladrones, 1991), puro entretenimiento y espectáculo, ni la de Ridley Scott con Russell Crowe (Robin Hood, 2010), que de realista es fría, sin sentimiento, ni tan siquiera la de Michael Curtiz con Errol Flynn (Robin de los Bosques, 1938), cándida y anticuada. La mejor versión de la leyenda del ladrón que robaba al rico para dárselo al pobre tiene la firma de Richard Lester, con Sean Connery como el inefable Robin de Locksley.

Lester plantea un Robin de vuelta de todo, entrado en años, que regresa a Inglaterra de las cruzadas harto de guerras y cansado por la edad. Mientras, Lady Marian (una excelente Hepburn con su belleza intacta en la madurez) permanece recluida en un convento desde que Robin la abandonó, sin que ella pudiera comprenderlo, por un mundo muy lejano lleno de muertes y de locura. El resto de personajes, Little John, Will Scarlett...también se enfrentan, como pueden y a su modo, al crepúsculo de sus vidas. 

A partir de este original planteamiento, vemos como el mito se tambalea pero el romanticismo primigenio no sólo se mantiene inalterable, sino que roza niveles que el resto de propuestas no logran alcanzar. La historia de Robin y sus amigos contra la tiranía del rey Juan cede parte de su protagonismo a una de las historias de amor más bellas y penetrantes, la que nos regalan Connery y Hepburn, inmensos, en estado de gracia. El otro ángulo del triángulo amoroso lo pone Little John (Nicol Williamson). Ya no es sólo el compañero que sigue a Robin tras pelear con palos en un puente. El pequeño John oculta el sufrimiento por su amor a Marian para salvaguardar la inquebrantable amistad que le une a Robin. Y es que además están los quince minutos de Richard Harris, con una portentosa (como siempre) interpretación del vil y sanguinario Ricardo Corazón de León, ajeno al falso mito implantado por el cine anglosajón. Y Robert Shaw claro, un Sheriff de Nottingham rico en matices, no el recaudador sin escrúpulos de siempre. La relación de Nottingham y Robin es de respeto y admiración mutua, aún sabiendo que el enfrentamiento entre ambos será ineludible.

El broche final de esta maravillosa película lo cierra una preciosa secuencia que, sin duda, refleja como ninguna el amor incondicional y eterno de Robin y Marian, logrando no sólo, como dije, la mejor versión del mito, también una de las historias de amor más bonitas que el cine nos ha dejado.

Richard Harris es Ricardo Corazón de León

Robert Shaw es el Sheriff de Nottingham

Nicol Williamson es Little John

Sean Connery y Audrey Hepburn

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